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Derecho a emigrar y xenofobia

En los países industrializados, los procesos migratorios actuales -o más bien el temor a sus proporciones futuras- están teniendo como respuesta reactiva el riguroso cierre de fronteras. Esta determinación, en gran parte, es efecto de la insolidaridad, que, a su vez, está generando una xenofobia creciente. Se ha impuesto lo que se ha llamado el chovinismo del bienestar, que se amuralla defendiendo sus logros y acentuando unilateralmente como pretexto las propias limitaciones económicas de los países desarrollados. Como consecuencia, se están profundizando más intensamente las distancias entre el Norte y el Sur. Pero es una ilusión en la aldea planetaria, intercomunicada, el intento de regionalizar reservas privilegiadas con garantías aceptables de los derechos de los ciudadanos, que viven de espaldas a lo que sucede a la mayor parte de los habitantes de nuestro mundo.Son sobre todo los emigrantes por motivos económicos -no siempre diferenciables de los que lo son por razones políticas- los que compondrán en el futuro inmediato la mayoría de las corrientes migratorias. Ello es efecto ante todo de los más de mil millones de personas que padecen hoy malnutrición por carecer de lo más elemental para la vida y que en sus actuales condiciones están expuestos a la enfermedad y a la muerte prematura. Muchos de ellos sólo podrán sobrevivir si buscan el mínimo de subsistencia en regiones distintas a las propias.

La atención a estos hechos obliga a cambiar en 180 grados la perspectiva que trata de imponérsenos cuando se afronta el hecho migratorio, hay que hablar más bien del derecho a la emigración. Ésta es consecuencia del derecho reconocido en las declaraciones y pactos internacionales a la libre circulación de las personas. Es también congruente con la defensa de los derechos económicos y sociales y el más prioritario derecho de todos al trabajo, a la alimentación, a la salud y a la vivienda. Está explícitamente reconocido en la convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los emigrantes y sus familias, aprobado en diciembre de 1990 en la Asamblea General de Naciones Unidas. Uno de sus artículos proclama que Ios trabajadores emigrantes y sus familias deben tener libertad para abandonar cualquier Estado, incluyendo el Estado de origen". En este contexto hay que recordar que los Estados occidentales, en la antigua confrontación Oeste-Este, esgrimían con fuerza y con razón frente a los países comunistas, como un derecho inalienable, la reivindicación de la libre circulación por el mundo de los ciudadanos de estos Estados.

Y es evidente que este derecho es papel mojado sí correspondientemente no se definen políticas de recepción de los emigrantes, especialmente en aquellos Estados de mayor bienestar. De otra manera, la caída de muros y barreras no tendría efecto para los ciudadanos si sin solución de continuidad se alzan adyacentes otros más sutiles, pero no menos limitadores, de los derechos proclamados. Y así se está produciendo la brutal paradoja de la construcción de un mundo libre y universal en el que circulan libremente las ideas, los capitales, las mercancías, pero se niega esa libertad a sus ciudadanos.

La política del Gobierno español desde 1985, cuando se aprueba la ley de extranjería, ha seguido este rumbo de restricción y represión del derecho a la emigración. Aunque ese flujo hoy entre nosotros, numérica y comparativamente, no es significativo, se ha elegido poner la venda antes de producirse la herida. Es una ley que pretende hacer prácticamente imposible la emigración de trabajadores provenientes de los países no desarrollados. Es, evidentemente, una ley discriminatoria de pobres. Su mentalidad delata el imperdonable olvido histórico de que España ha sido tradicionalmente un país de emigrantes y que todavía el número de ellos sobrepasa con creces al de los inmigrantes acogidos. El primer resultado pernicioso de esta legislación ha sido criminalizar el hecho migratorio. Más de 200.000 personas se han visto condenadas a la ilegalidad. Y ello no porque en su casi totalidad fueron sujetos de aviesas intenciones: delincuentes, narcotraficantes, sino sencillamente porque no les era posible cumplir unos requisitos insalvables, establecidos por la ley. Recientemente se ha propiciado excepcionalmente una normativa benévola que ha permitido legalizar la situación de unos 120.000 extranjeros. Otros muchos, explotados por sus empresarios, activos en la economía sumergida, precisamente por esa lamentable situación, no reunían los requisitos exigidos en el proceso de reconocimiento. Y si ahora se ha considerado que este número considerable podía gozar de estatuto legal, la pregunta obvia es por qué no se facilitó desde el primer momento esa legalidad, evitándoles sufrimientos y angustias familiares, dejándolos inermes ante los abusos de desaprensivos y expuestos a ser señalados por el dedo de los nacionales como gentes calculadoras de la ley. Finalizado el periodo de gracia, en una reedición de la tarea de Penélope, se volverá a tejer la deprimente ilegalidad de nuevos y antiguos emigrantes.

Pero la gravedad de esta política no sólo está en el daño a los concernidos por la falta de reconocimiento de facto de su derecho a la emigración, sino por su contribución al deterioro de virtudes esenciales para el sostenimiento de la democracia. La extensión de la xenofobia y hasta del racismo ataca el corazón de las bases democráticas. De hecho, en España, antes de la citada ley, eran escasos sus signos. Era fácilmente asimilable la cifra de extranjeros no pertenecientes a la Comunidad Europa, que entre legales y clandestinos no alcanzaba, ni entonces ni ahora, el medio millón. Por tanto, a esta ley le es aplicable lo que el Parlamento Europeo, refiriéndose a los países comunitarios, en su informe sobre emigración de 1990, llama "racismo o discriminación institucionalizada". Ese mismo documento considera que este tipo de legislaciones intensifica el racismo, incluso hacia minorías étnicas naturalizadas. El caso español confirma este diagnóstico con el sorprendente recrudecimiento, con bárbaras manifestaciones, de un racismo que estaba dormido en la sociedad con respecto a las personas de etnia gitana. El resultado inesperado en la dimensión europea es que la política de la Comunidad se está orientando crecientemente según la tetralogía formulada hace años por Le Pen y que se impone como ideología dominante. Vinculaba y condicionaba cuatro conceptos: "inmigración, inseguridad, delincuencia, desempleo de los franceses". Y lo que al comienzo parecía un residuo poco sig-

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El artículo está suscrito por: Fernando Galindo José Antonio Gimbernat, María Gómez Mendoza, Faustino Lastra, Diego López Garrido, Juan Francisco Martín Seco, Juan José Rodríguez Ugarte, Jaime Sartorius, Juan Manuel Velasco y Luis Velasco.

Derecho a emigrar y xenofobia

Viene de la página anteriornificativo de las ideologías de los años treinta se está revelando como una tendencia de futuro. Hasta el punto de que un político de instinto como Giscard d'Estaing se ha atrevido a reivindicar expresamente lo que tantos piensan: el "derecho de la sangre", como raya divisoria de derechos frente al extranjero.

Como respuesta a todo ello es indispensable diseñar proyectos no represivos para afrontar el hecho migratorio, previsiblemente de gran trascendencia universal en la presente década. Obviamente, el derecho a emigrar debe ser regulado y ordenado según posibilidades nuevas y generosas de acogida. Hay que construir políticas supranacionales de recepción. La Comunidad Europea es un espacio adecuado para planificar esta política dentro de sus fronteras, abriendo sus puertas con leyes de emigración. Y ello de manera que ésta no quede en manos prioritarias de gremios de los ministerios del Interior, que encierran sus cuestiones en una amalgama inaceptable, que las aúna en un mismo paquete con que plantean el narcotráfico y la delincuencia internacional. Ello debe ir unido a políticas nuevas de cooperación al desarrollo. Dirigidas acentuadamente hacia aquellos países fuentes principales de emigración. No olvidando que una de las principales ayudas actualmente es la recepción de emigrantes. Su existencia hace disminuir las insostenibles cifras de paro de sus países, y sus transferencias económicas significan un valioso apoyo. No hay que olvidar que la actual presión migratoria es consecuencia de no haber escuchado la voz de alarma de Naciones Unidas hace ya dos décadas, cuando denunció los graves peligros de un orden económico internacional injusto. Hizo un llamamiento, entonces en vano, a esfuerzos renovadores y de cooperación de los países industrial izados, que para mal de todos resonó en el vacío.

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