La crisis de lo político
No existe quizá ningún país democrático en el que la política no esté en crisis. No existe ningún país sometido en el que no se reivindique la democracia.Por esa razón, lo que se ha dado en llamar la crisis de lo político puede analizarse como la expresión política de una crisis que afecta profundamente a las sociedades modernas. Trastornado por la evolución, habiendo perdido sus ritos y sus referencias, en pos de un sentido que no llega a entender, estupefacto ante el estrechamiento del espacio planetario, ante la voluntad de dominio -y ya dominante- de la economía y de la tecnociencia, viendo, o ante el temor de ver, cómo palidece su relación con lo sagrado, asombrado por el desconcierto o el silencio charlatán de los propios políticos, el individuo intenta comprender y situarse. Al no conseguirlo, o consiguiéndolo con dificultad, acusa a la política de no aportarle las respuestas que necesita; se encuentra en la extraña situación de tener que despreciar aquello que busca. El ciudadano de hoy día experimenta ante la política el drama de una decepción amorosa. Pero, como ocurre con todos los enamorados que han sufrido un desengaño, se aleja del objeto amado para, consciente o inconscientemente, buscar otro, a no ser que jure que no volverán a cogerle en otra.
Hay cuatro actitudes características de este comportamiento amoroso: la indiferencia, la negación, el desprecio cultural o la búsqueda de un refugio. Sería un error encontrar entre estas actitudes contradictorias una contradicción fundamental, cuando en realidad las cuatro expresan la misma búsqueda ansiosa e insatisfecha.
Hablemos primero del indiferente. Abunda muchísimo. Es cierto que es una prueba del fracaso de las democracias que no han sabido ni querido que cada ciudadano tuviera de verdad información y responsabilidad. El ciudadano objeto, al que se recurre en vísperas de elecciones, al que se atiborra de promesas, de las que se entiende implícitamente que no van a ser cumplidas, al que se halaga de vez en cuando para que no se aleje demasiado y para que pueda ser útil algún día, ese ciudadano objeto acaba considerando la política como un juego sin valores, como un combate artificial, como una pérdida de tiempo y dinero, como un ámbito de amoralidad y de ineficacia, por ello, se aparta y se abstiene.
Pero la indiferencia no satisface a todos los temperamentos. No responde a todos los intereses en juego. Al negarse a sí misma, se erige en doctrina: ¿y si la política no existiera?, se preguntan los indiferentes; ¿y si no fuera más que un juego de sombras, una lúgubre comedia en el teatro de un mundo en el que los únicos actores son las fuerzas económicas? Es "el fin de la historia", es el "exceso de Estado", es el inmenso campo cerrado de los enfrentamientos tecnológicos y municipales, es la eficacia inmediata, la negación del largo plazo, de la herencia y del porvenir, es el culto al instante, el marketing, el tiempo de los vencedores y los vencidos, el de los Creso y los miserables. Y hay que ser lo uno para no ser lo otro. Lo sorprendente aquí es que el lenguaje de los economistas es más utilizado por los políticos que hacen de ello su profesión, que por los verdaderos agentes económicos que saben muy bien que ninguna empresa puede durar en un ring sin ley. Pero está claro que el exceso de Estado ha tenido éxito durante un tiempo y que, de este modo, al lado del indiferente se ha situado el enemigo de lo político. Tal vez habría que decir -retomando la imagen anterior- el partidario de la política objeto. La política a la que se recurre por lo que puede tener de útil para los gladiadores que participan en la arena. Del mismo modo que la política, la sociedad y el hombre no son más que un objeto. Pero la duda viene a asaltar a las preciosas certezas del pensamiento economista unidimensional.
Los intelectuales no son ni indiferentes ni gladiadores. Han estado callados durante un tiempo. Un silencio dramático, porque se esperaba oírlos. Destrozados por el derrumbamiento de su visión, a menudo ideológica; desesperanzados ante un progreso que se ha vuelto ambiguo; incapaces de explicar la complejidad del mundo; cansados, en fin, de hablar en el desierto, se han callado, y la cultura y la política, aunque son primas, se han separado. La política ha dejado de ser comprensión y profecía para convertirse en juegos y combates oscuros. Y cuanto más se han callado, más razones han tenido para callarse, porque la distancia entre-el pretorio y ellos no dejaba de aumentar. Se han dedicado a otras indagaciones. Y el "honesto hombre" de la calle, ávido por comprender, se ha encontrado como huérfano, abrumado, además, por una información excesiva e indiscreta. Pero vuelven.
¿Quién puede ignorar que la indiferencia, la negación o el encerrarse en una cultura sin eco son actitudes de desesperación? Sólo la esperanza permite vivir en estos tiempos de desesperanza. La esperanza en un mañana mejor, la esperanza en otros lugares. Así es como ha vuelto el tiempo de lo sagrado, como refugio de lo político o como vía de acceso a una política inesperada basada en la revelación y no en el razonamiento. Las sectas prosperan en las sociedades occidentales, el retorno a las verdades esenciales y totalizantes. Puesto que la trayectoria humana carece de luz, puesto que no encuentra ninguna explicación plausible en sí misma, dado que, por consiguiente, no puede ser comprendida y no puede adquirir sentido más que en lo trascendente, que lo trascendente, que además es revelado, se convierta a la vez en regla personal y ley colectiva. Después de todo, ¿qué importa que el clero pretenda desempeñar en ese ámbito un papel abusivo, que muchas veces contradice la revelación?
No obstante, a estas cuatro actitudes conviene añadir otra, tal vez anticuada, pero no menos significativa: la del militante político. Existe todavía, pero, como los valores ya no son rentables, se mete en el juego por el juego del poder. Ya no habla de proyectos, habla de acciones electorales. No hay fracaso que le desespere, ni éxito que le incite a desarrollar su pensamiento. Se ha instrumentalizado a sí mismo. Ya no inspira, ejecuta y repite un discurso ya hecho, con frenesí, con hastío. Es admirable e irrisorio. Ya no cree que va a cambiar el mundo; engaña a su desesperación.
Y así va el mundo en el que la crisis de lo político despierta en todos el sentimiento de impotencia y, ante todo, el de la falta de sentido. En realidad, nada marcha, todo resulta amenazador por indescifrable o incierto. O por lo menos así lo parece. La crisis de lo política es la de una función que ya ningún organismo parece desempeñar en una sociedad desorientada.
La batalla de lo político ya no es la del poder, sino la de la comprensión. Los que aclaren el conflicto entre la economía y la sociedad, entre el Norte y el Sur, entre el saber y la ignorancia, entre el saber y la sabiduría, entre el trabajo cada vez más escaso y los trabajadores que están a la espera, entre el progreso que consuela y el que da miedo, entre la pertenencia cultural que suelda a la comunidad y la ciudadanía, que es el fundamento de la institución, entre la riqueza y el vivir bien, quienes arrojen una luz, por tenue que sea, sobre el porvenir del "pueblo planetario" recibirán el poder como recompensa.
Pero será muy diferente.
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