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La democracia como cultura

Manuel Escudero

Los regímenes democráticos tienen una tendencia, quizá natural, a la oligarquización de la política, al gobierno de unos pocos. En los largos interregnos que median entre campañas electorales cabe la posibilidad de que los que ejercen el poder se despeguen de sus representantes y tomen decisiones políticas en circuitos reducidos.Esta tendencia se ha agudizado en nuestro tiempo debido a dos razones. Por un lado, la complejidad técnica de las decisiones políticas y del trabajo legislativo puede conducir a que la política se convierta en un asunto de expertos, no muy comprensible para los no iniciados. Por otro lado, la saturación de información que se ha instalado en nuestras sociedades ha creado la posibilidad de que las élites políticas (y los grandes complejos de comunicación) se configuren como monopolios informativos por su capacidad para gestionar, digerir y filtrar la siempre creciente cantidad de información.

¿Es la oligarquización de la política una tendencia irreversible? En mi opinión existe un antídoto: consiste en entender la democracia no sólo como un sistema de instituciones y leyes, sino como una cultura, un conjunto de normas morales, valores y actitudes a los que uno se adhiere y pone en práctica, tanto personal como colectivamente. Me refiero a la cultura política democrática.

En la sociedad española existe un déficit significativo de cultura política democrática. Y este déficit es probablemente atribuible a nuestra propia historia colectiva. Sería un error culpar de tal carencia a los actores actuales de la política española; ni tan siquiera Franco es su último responsable; quizá haya que remontarse hasta la Contrarreforma para hallar un origen al problema.

Enunciaré nueve puntos, ni mucho menos exhaustivos, madurados en conversaciones con lúcidos amigos, en los que se pudieran resumir lo que es la cultura política democrática.

Primero, se basa en la aceptación de la regla de las mayorías. Parece una cuestión elemental, pero a veces se olvida. Ejemplo: sin ir más lejos, Argelia hoy.

Segundo, la cultura política democrática se cimenta en la virtud de la mesura a la hora de la contienda política. La utilización de acusaciones de antidemocracia, la difamación o la demagogia, utilizadas como arma arrojadiza entre partidos democráticos, o contra las instituciones democráticas, no es buena porque al final perjudica al propio sistema.

Tercero, la democracia se engrandece con la cooptación de las minorías, siempre que esto sea posible, es decir, en aquellos casos en los que las minorías tengan la suficiente presencia de ánimo para combinar la labor de oposición con la presentación constructiva de sus propios puntos de vista.

Cuarto, la democracia se amplía con la incorporación de cuantos más mejor a la hora de la toma de decisiones políticas: desde la actitud constante de concertación hasta la ampliación efectiva de los mecanismos de decisión en los partidos políticos entran en este capítulo.

Quinto, la democracia se oxigena con la circulación de las élites representativas. Aquí hay que hacer una distinción entre élites y liderazgo. No se sabe por qué regla de la conducta humana, pero lo cierto es que la política es en buena medida cuestión de símbolos. Los líderes cumplen tal papel simbólico, y tonto será quien lo desprecie. Pero ahí hay que echar la raya: los símbolos, pocos y eficaces; las élites de poder, cuanto más en movimiento y más sustituibles, mejor.

Sexto, la democracia se enriquece con la actitud de responsabilidad de elegidos ante los que les eligieron. Si bien no es sólo una cuestión de actitud, sino de un sistema electoral que haga inevitable esa actitud.

Séptimo, la democracia se fortalece con el uso normalizado del expediente democrático de la dimisión, que es materia de decisión personal e indelegable, ante plausibles responsabilidades políticas directas o indirectas.

Octavo, practicar la cultura política democrática significa adherirse escrupulosamente a la legalidad democrática como un compromiso moral. Si algún político practica la pequeña corrupción, incluso cuando no esté penada, está debilitando el sistema democrático.

Noveno, en tanto que cultura, la democracia se opone frontalmente al clientelismo. La primera defiende el acceso al poder por métodos transparentes, el disfrute de los bienes públicos por métodos objetivables y ecuánimes, la designación previa de élite! por méritos y récords de actividades. Por el contrario, el clientelismo, un modo cultural firmemente arraigado en España (por más que aún no se haya estudiado con la atención que merece), es un sistema soterrado, informal y discriminatorio de acceso al poder. Ésa es la medida del reto que se le ofrece a la democracia como cultura.

La izquierda es, por esencia, transformadora. Sin impulso reformista no puede justificarse, porque la raíz de su existencia no es la buena administración, sino la búsqueda de la justicia. En la adhesión a la democracia como cultura, en la defensa de la. cultura política democrática como antídoto contra los afanes privatizadores de la política, en una nueva edición del liberalismo político, puede que se encuentre uno de los frentes al que la izquierda deba acudir con espíritu reformador.

es miembro del Comité Federal del PSOE.

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