¿Crisis del modelo constitucional de fiscal?
En diciembre de 1981 publicaba yo, en la Tribuna libre de EL PAÍS, una serie de artículos en los que, bajo el título El ministerio fiscal camina hacia su independencia, exponía ilusionado cómo la ley que por aquellas fechas aprobaba el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal configuraba, con el consenso del partido en el Gobierno y la oposición, en especial el PSOE, un nuevo diseño del ministerio fiscal español que venía a constituir una de las piezas clave del Estado democrático de derecho que a partir de la Constitución se estaba construyendo.Concebido n el artículo 124 de la Constitución española como una institución integrada por "órganos propios", sometidos "en todo caso" a los principios de "legalidad" e "imparcialidad" y que actuarán de oficio o "a petición" de los interesados, el ministerio fiscal no podría ser otra cosa que una institución independiente. Independencia que además constituía un presupuesto necesario para el cumplimiento de las misiones que la propia Constitución le encomendaba.
En efecto, la defensa de la legalidad que debe promover el fiscal sólo puede hacerse eficazmente desde posiciones de independencia y objetividad. La protección de los derechos de los ciudadanos, que la Constitución encomienda igualmente al fiscal, exige también aquella independencia, especialmente frente al Ejecutivo, que puede lesionar con sus actuaciones tales derechos. Y, por último, si el propio legislador constitucional encargó al fiscal el velar "por la independencia de los tribunales", es obvio que estaba pensando en un organismo con libertad de actuación, pues mal puede defender la independencia de nadie quien no es él mismo independiente.
El estatuto aprobado en 1981 profundizó en ese planteamiento constitucional, que venía a romper con la anterior y autoritaria concepción del fiscal como representante del Gobierno ante los tribunales y sometido a las órdenes del ministro de Justicia de turno. Lo más que legalmente se permite al Gobierno es interesar del fiscal general del Estado que promueva las actuaciones pertinentes en orden a la defensa del interés público. Está claro que quien interesa no ordena, pero por si no lo estuviera suficientemente, los representantes del pueblo español que aprobaron el estatuto no vacilaron en subrayar el carácter no vinculante de esas mociones del Gobierno, calificándolas de solicitud (el acuerdo sobre su aceptación o no "se notificará a quien haya formulado la solicitud", dice el inciso final del artículo 8 del estatuto).
Si a ello se une una articulación de las formas de decisión en forma democrática, a través de las juntas de fiscalía y órganos colegiados de gobierno y asesoramiento -Consejo Fiscal y Junta de Fiscales de Sala-, la previsión de mecanismos defensores de la actuación en conciencia de los fiscales individualizados -libertad para desenvolver sus intervenciones orales (artículo 25) y deber-derecho de cuestionar las órdenes e instrucciones que se estimen no ajustadas a la legalidad o por otra razón improcedentes (artículos 6 y 27)-, la seguridad jurídica que se otorgaba al status funcionarial de los fiscales y la previsión de procedimientos legales de nombramiento que fomentaban el triunfo de la idoneidad sobre el favoritismo, el optimismo en cuanto a la profundidad democrática de la nueva andadura del ministerio fiscal parecía justificado.
Cierto que ese optimismo no era tan ingenuo que desconociera que la mecánica política suele provocar una dinámica de expansión del Ejecutivo, que tiende a invadir las esferas de los otros poderes y a imponer su influencia sobre todas las instituciones; así como que de las tensiones que tal dinámica genera no podría estar tampoco libre el ministerio fiscal. Pero confiábamos en que el propio. juego de pesos y contrapesos en que la democracia consiste y las garantías de que el legislador dotó a los fiscales para defenderse de intromisiones ajenas fueran suficientes para evitar cualquier desviación respecto a su fines y modos de actuación constitucionales.
Lo que no podríamos pensar era que la decisión del pueblo español de llevar al poder a aquellos que precisamente habían despertado su confianza por el eticismo y maneras democráticas con que ejercían la oposición iba a cambiar su talante y a generar en ellos la tentación de dominar todos los ámbitos de los poderes del Estado. Controlado el legislativo por la mayoría absoluta del partido en el Gobierno, los intentos por lograr también tal hegemonía en el judicial y los conflictos así generados llenan las hemerotecas de estos últimos años.
En lo que al ministerio fiscal hace, se produce con ello una tensión dialéctica entre dos vectores contrapuestos, que han trazado su historia más reciente: de un lado, el vector constitucional, como institución defensora de la legalidad y de los derechos de los ciudadanos, que obliga, en el desarrollo de la legislación democrática, a concederle un protagonismo cada vez más destacado, no sólo en el campo jurisdiccional, en el que la acentuación del principio acusatorio como nervio del proceso penal, impuesta por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, refuerza su papel, sino también en el terreno de los procesos de tutela de los derechos y libertades públicas y en el ámbito social de la protección de los menores e incapacitados, en que su intervención se incrementa cada vez más.
De otro lado, esa misma tendencia expansiva de la función del fiscal va a tensionar el otro vector, el del impulso hegemónico del Ejecutivo, que quisiera resucitar la antigua utilidad del ministerio público como su longa manu en la justicia y que ve una y otra vez frustradas sus aspiraciones por una actuación de los fiscales que mira más al cumplimiento de la legalidad que a los intereses del Gobierno, lo que hace que se ponga del lado del ciudadano y no de la Administración cuando aquellos reclaman sus derechos conculcados por ésta; que utilice los mecanismos estatutarios para oponerse a la incitación de ejercitar determinadas acciones que se estiman improcedentes, mientras, en cambio, ejercita otras que se hubiera preferido fueran olvidadas en un cajón; o que la mecánica institucional de nombramientos choca en su objetividad con las preferencias subjetivas del ministerio. Resulta así que mientras la ampliación del campo de su actuación hace del fiscal un instrumento más eficaz, su autonomía funcional no permite disponer de él en la forma que desearía el Ejecutivo.
Para corregir tal estado de cosas se viene intentando sustituir la dependencia jurídica y funcional, que la ley no permite, por otra dependencia de hecho. Para ello se manejan los mecanismos administrativos que para el funcionamiento del ministerio fiscal el legislador concede al Gobierno: primero se incumple el mandato de las Cortes de dictar en el plazo de un año el reglamento que debe desarrollar el estatuto, provocando así un vacío normativo que propicia la inseguridad jurídica y facilita el libre arbitrio del ministerio. Después se vacía de contenido al estatuto por la vía de los hechos consumados y la interpretación distorsionada de sus normas. Por último se amenaza con la asfixia económica y se dificulta el normal funcionamiento de la institución, regateándole las necesarias dotaciones, incluyendo aquellas que las Cortes expresamente han previsto en los Presupuestos del Estado con ese destino específico. A lo que hay que agregar la utilización del dominio que sobre el Boletín Oficial de Estado tiene el Gobierno para retrasar indefinidamente la publicación de los nombramientos o intentar alterar el procedimiento legalmente establecido para efectuarlos.
Que las tensiones descritas están provocando una crisis del ministerio fiscal español es algo inocultable. Pero en una democracia ese tipo de crisis tampoco debe alarmar en exceso, en cuanto precisamente el desarrollo democrático se nutre de esa dialéctica de posiciones encontradas, que en buena normalidad suelen acabar en una síntesis superadora y de progreso. Que ello sea también así en este caso es algo que cabe esperar de la racionalidad de las partes implicadas y de la propia presión de la opinión pública. Pues lo que no hay que olvidar, y eso es lo que importa, es que en esta clase de conflictos las víctimas son siempre los ciudadanos, cuyos derechos debe tutelar el fiscal y cuyos intereses corresponde gestionar y promover al Gobierno.
Cándido Conde-Pumpido Ferreiro, teniente fiscal del Tribunal Supremo, se jubila hoy de la carrera fiscal.
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