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HUELGA EN LOS SERVICIOS DE LIMPIEZA Y AUTOBUSES

Basura, esquiroles y un tufo viscoso al compás de Vivaldi

Los trabajadores del metro y Barajas se sienten las víctimas más castigadas del conflicto

"Estábamos aquí mismo, en el vestíbulo de Salidas Nacionales, y no hacíamos otra cosa que cantar canciones para el director y los empresarios. Y ellos esperaron a que llegara el último vuelo, y a que se fueran los últimos pasajeros, que eran de un colegio, y entonces cargaron, gritando 'Uhhhhhhh, os vamos a dar". En el grupo de mujeres limpiadoras que se encuentran en la sala, atoradas por las vallas y el control policial, reina una animada indignación: "Ellos, con cascos, escudos y porras, y nosotros, con las manos, porque no sabíamos lo que iban a hacer. Esta noche [anoche para el lector] vendremos preparados".Se nota poco, en Barajas, el trabajo que los esquiroles realizaron la noche del lunes. La sala de espera y la cafetería del Puente Aéreo están relativamente limpios, y en el interior de la terminal de vuelos internacionales, desde donde se accede a las salas de embarque, la porquería sólo se acumula bajo los asientos, en los que una desmadejada clientela no se priva de comer o dormitar. En las garitas del Banco Exterior, donde se cambia moneda, las empleadas soportan el aire sofocante y un desmadre de papeles de ordenador.

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Se encuentran, sin embargo, papeleras vacías: la gente se suma a la tarea de aumentar la basura arrojando al suelo latas de refrescos recién consumidas. Hay almohadillas de avión, cajas de pisco chileno, de brandy español.

"El público lo lleva fatal, tenemos que dar explicaciones", dice la empleada de una agencia de viajes. "Nosotros tenemos que aguantar sus huelgas, como ellos aguantan las nuestras", declara María José, azafata de tierra. "Ya estamos habituados: cada dos años hay huelga de limpieza. La de éste no es la peor, porque han bloqueado las entradas desde el principio impidiendo que los piquetes descarguen basuras".

En el metro, después de 16 días de huelga, también se han acostumbrado a la mierda: "Sobre todo", dice el jefe de una estación del centro, que, como sus compañeros, no quiere dar su nombre por temor a represalias, "porque aquí siempre ha habido suciedad".

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Calidad total de porquería

Viene de la página 1El jefe de la estación del metro recuerda como tiempos limpios los del principio, cuando entró a trabajar, hace 16 años. "Entonces había la figura del mozo-guarda, que entraba a las diez y estaba en el andén hasta las doce, y por la noche dejaba la estación como una patena".

"Ahora", tercia el subalterno, "estas empresas privadas, a base de contratas, se dedican a tener personal barato y explotado. A cada limpiador le tocan dos o tres estaciones por día. Por buena voluntad que se tenga, no hay persona que cumpla. Y con lo que ganan".

Un limpiador de los servicios mínimos, presente en la conversación, añade: "Yo soy un privilegiado, porque gano al mes 76.000 limpias, tengo tres hijos, y llevo 14 años en la empresa. Usted me dirá".

"Esto es infeccioso"

Así como Candelas, que regenta el quiosco de La Boutique de la Prensa del vestíbulo de la estación de Sol, no tiene ni idea de lo que piden los limpiadores: "Aunque esto no hay quien lo aguante, y menos mal que ha llovido. Mire cómo tengo la piel, y la nariz, bien negra que se te pone". La señora Rosario Soria sí que está al corriente. "La suegra de mi hija trabaja en limpieza, y nos lo cuenta todo". Asegura que está a favor de sus reivindicaciones: "Aunque a nadie le gusta esta mierda; esto es infeccioso".

Más adelante, en Atocha, el público se abre camino por entre los desechos al son de Las cuatro estaciones, de Vivaldi, que suena sarcásticamente por el hilo musical. Un tufo indescriptible, caliente y viscoso, te envuelve el cuerpo, se mete en el paladar y te lo seca; pero aquí hay más resignación que otra cosa.

"Al fin y al cabo", explica una taquillera, "la gente se limita a pasar por aquí. Por duro que sea, no es como estar aquí dentro, con la suciedad y enfrentándote a la mala educación. Si, encima, te toca el turno de noche y es fin de semana, puede que te tengas que encerrar y llamar a seguridad porque quieren atacarte, o que lleguen unos borrachos y te vomiten en la bandeja del cambio. Los hay que se masturban y te echan lo que sacan aquí".

Hay comité de higiene en el metro, pero eso, como Vivaldi, parece más bien recochineo. "Y tenemos cursos de psicología, que cuestan una millonada", sonríe, en otra estación, otro empleado. "Son cursillos de una semana, bajo el lema 'Calidad total'. Como no sea calidad total de porquería...".

"Lo que pasa", se queja una usuaria, Dolores Navón, "es que lo que está pasando en el metro no lo cuenta nadie. Sólo habláis de Barajas. Como por allí van los señoritos...". Pero Isidro, que trabaja para una agencia de recogida de extranjeros, viene a diario al aeropuerto, y lleva tragando suciedad desde el primer día de huelga: "Menos mal que entra el viento, es el único que barre".

"Hacemos muchas cosas", le contradice, más tarde, la encargada de servicios mínimos: "Recogemos los restos de comida, y además, compresas, dodotis, cristales, vasos y botellas. Y los servicios están perfectamente". Es cierto: la situación de los aseos de turno ofrece un aspecto normal. Lo que sorprende por lo impoluto es la tienda de porcelanas de Lladró, hileras de pulcras pastorcillas que relucen en medio de la inmundicia. Las tiendas libres de impuestos exhiben su mercancía, tan chocante en estos momentos: perfumes, pañuelos de seda, carteras de lujo.

Y los miembros de las diferentes tripulaciones se deslizan como maniquíes por encima de los desperdicios. Sólo que con la nariz un poco arrugada.

Al fondo, el corredor que conduce a la Suite Iberia El Prado parece una alucinación. Está impecablemente limpio, reluciente, esplendoroso. Tiene una explicación. De este recinto para viajeros privilegiados cuida directamente Iberia. "Aquí no se puede entrar sin permiso de la compañía", dijo la azafata. Dentro, en un ambiente impoluto, los ejecutivos leían, impasibles, la prensa, mecidos por una música que sonaba bien distinta a la del metro.

No es extraño que un visitante japonés haya enloquecido hasta ponerse a barrer.

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