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El fin no justifica los medios

Cuando con mi esposa Matilde vimos por televisión el horror perpetrado por los enemigos del Estado de Israel en el atentado de Buenos Aires sufrimos tan profundamente que esa noche no pudimos dormir. Por mi parte, confirmé mi vieja obsesión de que estamos asistiendo al comienzo de una suerte de apocalipsis, provocado por la deshumanización total de la criatura humana, y el más profundo y temible desprecio por los grandes y supremos valores del espíritu. Cuando suceden estas cosas, es frecuente oír a personas que hablan de "bestia", ofendiendo a los nobles leones que matan por hambre o por defender a su cría, inocentes de toda inocencia. Esta clase de atrocidades son únicamente características del hombre, en cuyo corazón anida desde siempre el mal, y debemos poner esta palabra con dolorosas mayúsculas. Si el bien fuera lo dominante, ¿por qué las grandes religiones lo exigen con mandamientos? Palabras más o menos -mi memoria es cada día más débil-, Dostoievski nos dice que Dios y el demonio se disputan al hombre, y el territorio de ese combate es su propio corazón.Es cierto que hay crisis de ideologías, pero eso no significa que debamos aceptar el fin de los ideales. Por el contrario, tenemos el deber de luchar incansablemente por ellos, principios como la libertad, el bien común, la justicia y la defensa de los desamparados y perseguidos. Y por un principio que la sobrecogedora historia de la humanidad ha demostrado indispensable e incondicional: los fines no justifican los medios. Así debemos condenar todo género de terrorismo, cualesquiera que sean los fines invocados, por nobles que sean, y sobre todo si lo son; como cuando en nombre de la justicia social se impusieron sangrientas dictaduras, o cuando en nombre de los valores cristianos se torturó a centenares de miles de hombres y mujeres durante las épocas más oprobiosas de la Inquisición, y, en Argentina mismo, durante la dictadura que no debemos olvidar. Ya que la sacralidad de la persona es uno de los más altos principios del cristianismo. Esa clase de incoherentes ignominias son peores que los suplicios del nazismo, ya que al menos mantenían una siniestra coherencia con sus fines.

Este estremecedor atentado en Buenos Aires no puede ni debe ser aceptado por los palestinos que aspiran pacíficamente al derecho por un Estado propio en la tierra que habitaron durante milenios. Ni siquiera por los demás que profesan la religión mahometana, una de las tres grandes religiones de nuestro tiempo proveniente, y esto es lo, más paradójico, del mismo libro sagrado.

A lo largo de mi vida he luchado por estos principios, encontrándome siempre entre dos fuegos. Y una y otra vez me he visto obligado a reiterar los mismos argumentos, porque se basan en valores éticos absolutos, no en relatividades políticas. Ya el primer presidente del Estado de Israel, Jaim Weitzman, dijo que el conflicto entre judíos y palestinos era "un conflicto entre dos justicias", y nadie se atreverá a acusar a ese gran hombre de poner en duda los derechos del pueblo judío. El Estado de Israel fue proclamado por abrumadora mayoría en la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 29 de noviembre de 1947: había motivos religiosos, morales, históricos y justicieros; también los hay para que el pueblo palestino, despojado de sus tierras milenarias, acorralado, sumido en la miseria, el desvalimiento y la humillación.

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Me apresuro a decir que buena parte de los judíos comparten este sentimiento, como lo pude verificar cuando estuve allí, después de la Guerra de los Seis Días: miles de jóvenes hebreos ansían convivir en paz con sus primos hermanos, proponen la renuncia a cualquier anexión y desean que se interrumpan las colonizaciones en los territorios ocupados.

También pude leer el libro Diálogos con combatientes, donde muchos israelíes patéticamente testimonian su dolor por haber matado árabes en combate. El periodista Moshé Asherí me mencionó los movimientos que luchan en el mismo sentido, Paz Ahora, así como el coronel Eli Gueve los soldados del Negued Hashketá (Contra el Silencio), el rabino Menájem Hacohen y escritores de primera línea como Zhar Oz, A. B. Yehoshúa y Leibovicz.

Los antisemitas de todo el mundo invocan los inicuos bombardeos sobre las aldeas libanesas de refugiados palestinos durante el Gobierno de Beguin o las persecuciones que se llevaron a cabo en Gaza y Cisjordania para reavivar el odio contra un pueblo que dio gran parte de lo más alto y noble que haya producido el género humano, incluyendo el cristianismo.

¿Podemos imaginar por un instante a un espíritu como Martin Buber o a otro como Albert Einstein aprobando lo que perpetran los ultraderechistas israelíes? ¿Cómo podría condenarse a los judíos indiscriminadamente? Con ese criterio, el entero pueblo ruso sería culpable de los crímenes cometidos durante el estalinismo; los norteamericanos, por el arrasamiento con bombas de napalm de las aldeas vietnamitas; la entera nación alemana, por el genocidio hitlerista.

No estoy, pues, pasando por alto al terrorismo palestino, que se perpetra, como siempre, invocando altos ideales. Todos los adultos somos culpables de algo. Pero ¿de qué puede ser culpable el chiquito judío a quien una bomba amputa sus piernas?

Los argentinos tenemos el deber de preocupamos por la tragedia que ensangrienta esa parte desdichada de Oriente Próximo, porque aquí coexisten una comunidad árabe y otra judía de gran importancia. Sus pensadores, hombres de ciencia, políticos, escritores y artistas han contribuido a la formación del alma argentina de nuestro tiempo; y todos, de una manera u otra, tenemos vínculos de trabajo, comunes preocupaciones, lazos de amistad y hasta de amor. Hemos asistido así, por lo menos desde la Guerra de los Seis Días, a dolorosos conflictos entre argentinos de origen árabe y judío, hermanados como están por nuestra tierra, y golpeados y separados por el conflicto. Por eso sentimos tanto la necesidad de contribuir a una solución. Querríamos que cesaran las deportaciones de palestinos y los terrorismos de ambos lados; ansiamos una paz permanente sobre la base del reconocimiento definitivo del Estado de, Israel, por la parte palestina, y el reconocimiento de los derechos palestinos a su autodeterminación y a la formación de su propio Estado, por la parte judía. La solución es ardua e intrincada, pero hay que tratar de buscarla incansablemente a través de conferencias de paz con la intervención de naciones neutrales y amigas, y lograrla por todos los medios posibles.

La tragedia que se agrava con los dos terrorismos es infinitamente peor que la peor de las soluciones pacíficas.

es escritor argentino.

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