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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sed

UNA VEZ más, España tiene dificultades para saciar su sed. Los efectos de la actual sequía, ese fenómeno cíclico propio de la climatología peninsular, se hacen sentir desde hace semanas en numerosas regiones españolas. Oficialmente, la situación ha sido calificada de "preocupante" y en ningún caso de "alarmante", pero, ante la posibilidad de empeoramiento, el Gobierno ha previsto medidas para garantizar el abastecimiento de las zonas turísticas, asegurar que el escaso caudal almacenado en los embalses que abastecen Sevilla -actualmente al 13% de su capacidad- sirva para satisfacer la demanda prevista durante la celebración de la Expo y, en general, posibilitar que el consumo humano tenga prioridad respecto a cualquier otro.No son, sin embargo, este tipo de medidas, tomadas al calor de situaciones de emergencia, las que pueden neutralizar a medio plazo los efectos de la asidua e imprevisible sequía. De los estudios hechos sobre el régimen de precipitaciones propio de España se deduce que, incluso si se mantuviera una pluviosidad equivalente a la de los años más favorables, amplias zonas del territorio nacional seguirían siendo deficitarias sin una política de captación y distribución de agua. De ahí que una política previsora de aguas, acorde con el régimen pluviométrico escaso que caracteriza a España, deba tener cada vez más como objetivos prioritarios la acumulación de reservas y la racionalización del consumo. Ni los poderes públicos ni los ciudadanos en general pueden soslayar la responsabilidad que les corresponde, no en que no llueva más, sino en evitar o moderar los efectos que se ocasionan en un país todavía insuficientemente dotado para combatir una climatología que le es propia. Si España recibe del cielo cada año una media de 10.000 hectómetros cúbicos de agua, lo que no puede permitirse es perder ni un milímetro. Sin embargo, de esta agua caída sobre su territorio, la mayor parte se pierde al ser vertida directamente al mar; otra parte es retenida -apenas un 40%-, pero acaba perdiéndose una cantidad importante al llevarse a las zonas de consumo.

El problema no está, pues, como aseguran los expertos, en una merma del volumen de lluvias como en un incremento disparado y no calculado de los consumos industriales e higiénicos y en la insuficiencia de las políticas de almacenamiento. De ahí que, a medio plazo, el único modo de controlar los efectos nocivos -para la economía y para la sociedad- de las situaciones de sequía sea la planificación racional del almacenamiento y el rescate y el control de los recursos (reducción de fugas, facilidades para la captación de bolsas subterráneas, búsqueda de nuevos suministros y programas solidarios de interconexión y distribución de los caudales existentes).

La política hidráulica, tras unos años de escepticismo oficial que la relegó a un plano secundario, ha vuelto por sus fueros: 45 nuevos embalses serán construidos en los próximos años. Pero hoy día no basta con construir pantanos. Tan importante o más es preservarlos de la contaminación. El aprovechamiento de las aguas almacenadas plantea la urgencia de la depuración de los vertidos industriales para evitar que las filtraciones de los ríos arruinen su calidad. La polución de las aguas es un atentado insostenible en cualquier país, pero, sobre todo, en el nuestro, expuesto a sequías saharianas. Una política hidráulica actualizada no puede dejar de obrar en consecuencia.

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