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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Final de proceso

CUANDO SE inició el proceso sobre el caso Amedo, hace cuatro años, había muchos motivos para temer que quedara empantanado en alguna instancia judicial intermedia y que el Tribunal Supremo no tendría ocasión de pronunciarse sobre un asunto judicialmente complejo, socialmente polémico y políticamente comprometido. La conmoción producida en los ámbitos del poder político, la resistencia gubernativa a la investigación del juez Garzón y las sospechas de complicidad del aparato estatal en el hecho delictivo -en cuanto a financiación y a personas- configuraban un cuadro nada propicio a la acción de la justicia.El que, finalmente, el caso Amedo haya culminado en el Supremo supone que la justicia ha hecho frente, en lo esencial, a la razón de Estado -evocada como coartada- y que el imperio de la ley se ha impuesto a las pretensiones de total impunidad. Queda en el aire, sin embargo, después de este proceso, el desafío que plantean al Estado democrático quienes siguen obstinándose en reivindicar la existencia de zonas francas frente al dominio universal de la ley penal. La falta de esclarecimiento de las posibles conexiones de los policías con los GAL (una organización terrorista con 23 asesinatos a sus espaldas y que, no obstante, se esfuma entre las páginas del sumario) y del uso dado a los fondos reservados muestran los límites en que se ha desenvuelto la investigación judicial.

En los recursos del caso Amedo ante el Tribunal Supremo había tres cuestiones básicas a dilucidar: el valor probatorio de las comisiones rogatorias (testimonios contra Amedo y Domínguez prestados por mercenarios portugueses y franceses, pero no ratificados personalmente en el juicio oral); el carácter terrorista o no de la actividad delictiva de los policías, y, finalmente, si esta actividad fue o no realizada al margen del servicio. El Supremo ha confirmado la validez procesal de dichos testimonios -si bien con serios reparos a la forma en que fueron obtenidos algunos de ellos-, ha desvinculado la actuación delictiva de Amedo y Domínguez de cualquier connotación de tipo terrorista y ha mantenido, en radical desacuerdo con la Audiencia Nacional, que se llevó a cabo durante una misión oficial gubernativa, aunque con extralimitación en las funciones encomendadas. La consecuencia ha sido, de un lado, mantener las condenas de los dos policías (108 años de cárcel como inductores de los seis asesinatos frustrados cometidos en los atentados a los bares Batzoki y La Consolation, en el País Vasco francés) y endosar al Estado la responsabilidad civil subsidiaria en el pago de la indemnización acordada a favor de las víctimas (unos trece millones de pesetas).

Otras cuestiones tan básicas o más que las anteriores, como el grado de relación de Amedo y Domínguez con los GAL o la supuesta financiación con fondos públicos de la actividad delictiva de los dos policías, eran difícilmente abordables por el Supremo en el marco del recurso de casación. Y ello porque previamente ya habían sido excluidas del relato de hechos probados establecido en la sentencia de la Audiencia Nacional. Sin embargo, en lo referente a la responsabilidad civil subsidiaria del Estado por actuaciones de sus funcionarios, el Supremo ha salido por los fueros de una jurisprudencia puesta en cuestión desde motivaciones dudosamente jurídicas o contaminadas por la singularidad del caso Amedo. El que algunas de las víctimas de los delitos cometidos por Amedo y Domínguez sean activistas de ETA y estén acusadas de graves crímenes no quiebra el automatismo de la regla de la subsidiaridad civil estatal. La justicia propia de un Estado de derecho no puede hacer distingos entre las víctimas del delito. Sí está, sin embargo, en manos del Estado de derecho el procurar no verse envuelto en este tipo de trances, controlando con más cuidado la conducta de sus servidores.

También debe reputarse jurídicamente trascendente la aceptación por el Supremo de las llamadas comisiones rogatorias. Tal reconocimiento, aparte de su valor estrictamente procesal, constituye un precedente importante para una mejor cooperación internacional contra el delito. El que lo sea también contra el fenómeno terrorista, en sus diversas manifestaciones, queda un tanto condicionado por la decisión del Supremo de no considerar incursa en esta dimensión delictiva la actuación de Amedo y Domínguez. Aun suponiendo que esta actuación tuviese como fin la defensa del Estado frente al acoso de ETA -de hecho su efecto fue el contrario: desprestigiarlo internacionalmente y provocar tensiones institucionales-, es difícil no ver en dicha actuación una represalia política, a la que los tribunales no han dudado en otras ocasiones -por ejemplo, en los asesinatos de la calle de Atocha de Madrid en enero de 1977- en atribuirle una inequívoca dimensión terrorista.

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