Batalla en Londres
EL PRIMER ministro británico, John Major, resolvió el miércoles la incógnita que probablemente más ha aburrido a los electores de aquel país en los últimos tiempos: anunció la celebración de elecciones generales para el próximo 9 de abril, una fecha que políticos, ciudadanos y medios de comunicación daban por supuesta desde hace semanas. Acababan así interminables estudios sobre ventajas porcentuales, de análisis de los muestreos de opinión y de cálculos sobre las consecuencias electorales de la recesión en que está sumida la economía británica.El primer ministro podría haber escogido dos fechas decididamente mejores: al término de la crisis del Golfo, hace un año, cuando la popularidad del Gobierno era enorme, igual que había sucedido al final de la guerra de las Malvinas; y en noviembre de 1990, cuando Major tomó el relevo de Margaret Thatcher, si bien es cierto que entonces era peligrosa la ácida división en que se encontraba el partido en el poder como consecuencia de la crisis en su liderazgo.
El tiempo dirá si Major ha esperado demasiado a una mejoría de la coyuntura que nunca llegaba y si su indecisión le ha jugado la peor pasada posible. Porque al final no ha tenido más remedio que convocar los comicios (la fecha límite de que disponía era el 9 de julio) en el momenito en que, como nunca en los pasados 20 años, los dos partidos mayores del Reino Unido están prácticamente igualados en las preferencias electorales: 40% para los laboristas y 39% para los conservadores, en el poder. Como los porcentajes de apoyo no experimentan más que mínimas variaciones a lo largo de la campaña, hoy no es posible predecir quién ganará las elecciones el 9 de abril.
El pasado martes, justo antes de convocar los comicios generales, los conservadores presentaron en la Cámara de los Comunes el presupuesto para 1992-1993. Se trata de un proyecto que ya ha sido tildado por los laboristas de "soborno al electorado". Con él, el Gobierno pretende mantener el apoyo de parte sustancial de la clase trabajadora, conquistado hace años a los socialistas gracias a las indiscutibles mejoras económicas estimuladas por el liberalismo thatcheriano. En lo que puede ser la oferta que más favorece las aspiraciones de reelección de Major, el presupuesto crea un nuevo nivel de IRPF del 20% con el que los contribuyentes ahorrarán casi 20.000 pesetas al año como media, además de crear una nueva categoría impositiva que beneficiará a cuatro millones de personas, la banda salarial más baja del Reino Unido.
El presupuesto coloca a la oposición laborista (que defiende el aumento del gasto público y se opone a la reducción de impuestos) a la defensiva. Pero además, el Gobierno acusa al líder laborista Neil Kinnock de tener que contar con el ala más izquierdista de su partido a la hora de gobernar, lo que sin duda daña la imagen de moderación y europeísmo que se ha ido construyendo en los últimos años, desde que abandonara las posiciones más extremas de su partido sobre desarme nuclear unilateral y adoptara puntos de vista moderados en las grandes áreas de gobierno. Kinnock, por su parte, no dejará de explotar el momento de recesión económica y el hecho de que el paro ha vuelto a un nada despreciable 8%.
Se trata, por tanto, de una de las elecciones británicas con mayores incógnitas. Desde luego, no dejará de influir decisivamente en ellas el tercero en discordia, el Partido Liberal Demócrata de Paddy Ashdown, que hoy cuenta con un 14% de intención de voto y pretende -si los comicios no se decantan a favor de una mayoría clara de uno de los dos grandes- al menos cuatro ministerios en un Gobierno de coalición. La batalla no ha hecho más que empezar.
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