Ahora que todo se acaba
Como una caricatura de sí misma, la realidad se complace en negarse siguiendo su propia tradición compulsiva, y no hay mañana que no se cumpla el axioma de la sorpresa, y no hay atardecer que no sea una despedida; la larga marcha hacia la restauración consuma el ciclo, del siglo, y de nuevo la belle époque llena las ciudades de garitos del ocio, y la artillería se oye en los arrabales, y las esquirlas de las bombas golpean los cristales del balneario europeo acuciando al disfrute inmediato de la vida diaria. En este escenario de incertidumbre y fiesta alguien intenta recomponer la ideología más restauradora en su versión renovada: el viejo fascismo, con su bigote racista, sus símbolos solares, sus adolescentes cantarines, su violencia liberadora, como horizonte maquillado de un futuro cuya estructura productiva pudiera pasar por un modelo semijaponés: alta productividad, bajos salarios, mucho orden, himnos y banderas de la empresa. Es como una pesadilla entre las ruinas de la derrumbada esperanza igualitaria, mientras las potencias que perdieron la guerra están ganando el presente en una paradoja que se empieza a considerar didáctica, instructiva.A este proceso restaurador se une la sospecha de algunas gentes sensibles, así como de diversos intelectuales y otros creadores de opinión, que empiezan a apostar por cosas tan mosqueantes como lo que se llama "el regreso de la trascendencia" y otras pulsiones anímicas tan ambiguas y rotundas, a modo de músicas de acompañamiento para un final de siglo que se anuncia duro y que ya lo está siendo: una charanga mágica para un instante mágico de la historia. Sin quererlo, se suman a este extraño proceso los derrotismos críticos nacidos de las carencias del sistema democrático, en una fotografía repetida de aquel instante en que un señor con bigote se sube al poder apoyándose en todas las derrotas de una democracia débil. El contrapunto a las corrupciones personales y a las incertidumbres económicas sólo es un pensamiento francamente desolado, que no ofrece alternativas, y con cuyas negaciones se va construyendo de prisa un sentido común popular que puede servir para cualquier restauración. Se generaliza un debate entre un poder encastillado y sordo y unas minorías implacables y gritonas, mientras la población espera su momento: nada es seguro, todo es posible y algunas cosas ingratas empiezan a ser probables.
Ahora que se acaba aquel mundo, con su conocido sentimiento de culpa de herencia religiosa (que no ha servido para detener la barbarie, sino para aumentarla, pues el sentimiento desaparece cuando se ofende en nombre de un dios, cualquier dios, secular o trascendental), y el sentimiento inverso de disculpa, herencia reciente de todos los determinismos, desde el genoma a la clase social o la manipulación de los medios de comunicación, que ha servido para que nadie se sienta medianamente dueño de sus actos, disculpados todos de nuestros desafueros por esas determinaciones absolutas, ahora que todo aquello se acaba, decía, y deberíamos aprender a vivir sin culpas ni disculpas absurdas, dueños de algo de nosotros mismos, como individuos o sujetos posibles, a muchos les parece urgente restaurar una certeza de muertos vivientes, algo antiguo y sonado, trascendente, y en esa operación restauradora y resistente nos hacemos mínimos e improbables; encogidos por la duda y enloquecidos por la poderosa verdad del proceso de cambio, nadie podría prever por dónde vamos a salir: ¿ingresaremos en masa en algún convento, nos meterán a todos en la cárcel, nos convertiremos al islam, destruiremos la tierra, escribiremos un libro, fundaremos una secta, cambiaremos de conversación, iremos a las playas del Sur, votaremos a algún pintoresco personaje para dirigir al país?
De todo este raro e imprevisible proceso, lo que más sorprende es la incapacidad de todos y de cada uno para eludir la irracionalidad o la dirección ciega de la mayoría de las transformaciones, como si la lógica social no fuera desvelable y desconociéramos los más secretos mecanismos que una y otra vez nos llevan al desastre: "El porvenir de la humanidad será el de la esclavitud cada vez mayor hacia la fatalidad de la naturaleza", decía el antropólogo Lévi-Strauss hace algunos años, en un diagnóstico pesimista que apuntaba hacia los grandes movimientos demográficos presentes y futuros, entre otros inquietantes sucesos. Sin embargo, nunca como ahora han existido medios científicos de tal alcance para prever ciertos caminos básicos del futuro, tanto en las ciencias de la naturaleza como en las sociales. Pero ése no parece ser el problema. Lo que está en cuestión (siempre lo estuvo) es la capacidad del colectivo humano para llegar a acuerdos en situaciones críticas, y éste es un problema político: los problemas que tiene hoy la humanidad no son esencialmente económicos o sociales, son problemas políticos, entendiendo por tales la capacidad citada de llegar a acuerdos y la capacidad de ejecutarlos. Si esto fue un problema siempre, hoy es un doble problema, porque la situación de deterioro del medio natural, así como las patologías económicas y sociales, es de tal magnitud que sólo los acuerdos políticos podrían evitar una cadena de involuciones y desastres anunciados. Si la ciencia ha cumplido su misión y dio a la sociedad un conjunto impresionante de avances técnicos y teóricos, la pelota está ahora en el tejado de los políticos, cuya responsabilidad crece a medida que las cosas se deterioran.
Todos sabemos que es bastante inútil intentar someter la política a esa mínima racionalidad que la ciencia ha logrado para sí, pero hay que intentarlo. Pensar que el remedio es recuperar no sé qué valores perdidos (¿dónde?, ¿cuándo?, ¿por quién?) de unos tiempos anteriores nada ejemplares, o poner a las masas de rodillas ante la providencia, es lo mismo, en el terreno de las ideas, que mantener la pura alquimia monetaria en el terreno económico y no afrontar los problemas estructurales: indecisión, estrechez de miras y permanentes soluciones ad hoc, que son los materiales del desastre.
El haber mantenido a las poblaciones al margen de la dinámica política más sustancial, en una instrumentalización de su voluntad excesiva y peligrosa, y el haber fomentado un elitismo secretista nada pedagógico en los procesos de toma de decisiones, ha propiciado una ignorancia y una distancia de esas poblaciones hacia la cosa pública que las hace inermes a la demagogia en los momentos difíciles. Pero esto se sabe desde hace mucho tiempo, sin que se haya estimulado un cambio hacia mejores horizontes a través de la apertura del aparato del Estado hacia una mayor iniciativa social. Al contrario, todo indica que se incrementa el control social en todas partes y en todas las instituciones: desde los partidos políticos al mismo Estado. Esto refuerza otro proceso paralelo de trivialización del pensamiento y de las conciencias, que tiene otra génesis que no es del caso, y que confluye con el contradictorio paternalismo estatal (no al control racional de los procesos, sí al control de las gentes y de sus almas, mentes o conciencias) para formar la pasta de que está hecho el asombro de todos ante un mundo que parece que se nos escapa de las manos.
No será así, y unos políticos de amplios horizontes, codo a codo con unas poblaciones activas y racionales, aprovecharán la crisis para poner las bases de algo mejor. Y nosotros que lo veamos.
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