El placer de la violencia
Una onda terrible de violencia sacude al Occidente. El crimen, el incendio, la destrucción indiscriminada, la tropelía llevada al paroxismo de la arbitrariedad, esto y mucho más tiene todo el aire de convertir nuestro mundo, nuestro entrañable mundo de la convivencia y de la cultura, en un infierno de desolación, desconfianza, terror y enquistamiento personal. Vamos caminando hacia atrás. ¿Nos damos cuenta de ello?Así va ampliándose, en todas partes, una nueva especie de vacío espiritual. El muro de la incomunicación es cada día más alto. La superabundancia de terribles noticias no hace otra cosa que elevarlo aún más. Y porque sabemos, callamos, nos retiramos. Porque sabemos, buscamos en la indiferencia nuestra íntima defensa. Pero, como advertía el moralista, para ser generosos con el porvenir, hay que entregar todo al presente, cosa que no hacemos. Entreguemos, pues, un adarme de rigurosa comprensión, de entendimiento exigente, a las atroces violencias de nuestra época.
Ya nos encontramos, ya llegó "el tiempo de los asesinos". Los criminales de toda clase, los torturadores, los que matan en nombre de fenecidas revoluciones, y los cínicos que los encubren, situados extramuros de toda realidad concreta, campan por sus respetos y nos imponen, a favor de la pistola y de la bomba, una conducta, o, por lo menos, un estilo de vida en sobresalto, que no es el nuestro. Pero, ¿qué hay, qué se oculta en el afán trucidador del terrorista? Hay, sin duda, muchas cosas, alguna de tinte entendible, como, por ejemplo, el ansia de realización de la justicia social. Sí, de acuerdo. Pero quizá fuese bueno -y desde luego, necesario- preguntar si cuando la utopía se lleva a sus más extremados límites, no se esconderá, por ventura, algún factor de índole más, íntima y, por ende, no del todo confesable. Y yo creo que lo hay.
El que asesina obtiene un rendimiento con muchas y muy variadas raíces. Una de las más relevantes es el placer. Hay un goce oculto en negar, en hacer daño, sea moral, sea físico. Pero, sobre todo, este último. Bien lo sabía el marqués de Sade para el que el acmé del placer orgánico, su culminación, sólo sería alcanzable a favor de la anihilación de la pareja. Para justificar esta perversión nuestro libertino acudió, como es sabido, a toda una teoría fisiológica: los nervios son asiento de placenteras excitaciones tanto más grandes cuanto más lo que circula por ellos -los "espíritus animales"- sea puesto en conmoción. Y ello, esa conmoción, va creciendo conforme nos es dado asistir al sufrimiento del prójimo. He aquí la actitud desalmada, esto es, sin alma, que gana quilates al provocar la muerte del compañero de goce material. Ya estamos, pues, en el reino de "los placeres de la crueldad". En consecuencia, la crueldad era, para Sade, "una virtud y no un vicio". Pero esto trae una secuela ineludible, a saber, que cada uno es únicamente para sí mismo en el mundo. Y ahora viene lo que yo considero decisivo en la explicitación sadiana: es posible disfrutar de placeres más vivos con quien nos odia que no con quien nos ama. O lo que es lo mismo: el asesino busca, sépalo o no, el rechazo de la víctima futura y, con él, el rechazo de la sociedad. Cuanto más enquistado, cuanto más rodeado de animadversión y desprecio se encuentre, tanto más se considerará elevado a una categoría superior de criatura humana a la que los demás no entienden y, por consiguiente, no aprueban. El asesino es, velis nolis, un gozador exento. Y no importa que esa soledad no sea estrictamente individual. La cerrazón en equipo de los violentos, su vividura marginada potencia enormemente esa soledad y le otorga tristes calidades de placer solitario.
Me imagino las patológicas alegrías de estos seres cuando les es dado contemplar en fotografías o en la pantalla de televisión, los cuerpos mutilados, los regueros de sangre, o el dolor impresionante de los familiares de los muertos. Los terroristas son sadianos sin doctrina expresa. Tampoco la necesitan. A ellos les basta, y les sobra, con los ideales no realizables, esto es, con la pura irracionalidad.
Así se explica "la terrible obstinación del crimen" de que habló Camus. Es una obstinación para la que no valen ni el contacto con la realidad, ni el ver, día a día, que la siembra violenta no produce cosecha. El terrorista camina por paisajes yermos y no vislumbra ni siquiera la compañía de un solo árbol vivo. Todo queda reducido a horizonte. Pero es bien sabido que el horizonte jamás se alcanza, y de continuo huye ante nosotros.
Por eso el asesino carece de visión de los límites. No sabe ni desea saber nada de humanas fronteras. Su alucinada visión me recuerda aquello de que dejaron constancia los surrealistas de la primera hora, muy en especial, André Breton: la sospecha de que hay un punto dentro del espíritu en el que la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, "cessent d'être perçus contradictoirement". De ahí que el acto surrealista más sencillo consistiría en ir a la calle, pistola en mano, y disparar al azar sobre la multitud mientras fuere posible. Claro está que esta recomendación, más literaria que siniestra, no llevó a nada mortal. Pero a mí me parece que tal estado de conciencia, sin duda anómala, guarda una relación significativa -sólo significativa, por supuesto- con el proceso mental del terrorista.
Y empalma exactamente con la fina y profunda frase de Paul Valery: "Tout crime tient du rêve". Sí, cualquier crimen obedece, en primera instancia, a un estado onírico, a una confusión entre lo que es tangible realidad, quiero decir, realidad palpable, realidad que nos ofrece resistencia, y lo que es figuración proteica, gaseosa y contradictoria del durmiente. Por algo Breton hablaba de la "absurda distinción entre el bien y el mal".
¿Absurda? En ellos era una "disposition d'esprit". En los asesinos es otra cosa. Una cosa de extraña textura, de mezcla confusa entre la utopía, la inercia de la conducta, la anestesia frente a los valores morales, el resentimiento, la marginalidad y, cómo no, el placer. Placer, insisto, no compartido. No compartido porque todo ser corriente, cualquiera de nosotros, criaturas vulgares que trabajamos, respetamos las leyes, amamos normalmente y aspiramos a que la sociedad sea cada vez más equitativa y más abierta, nosotros, digo, sabemos que el amor, y con él, el ideal, son, en definitiva, capacidad de convivir, capacidad de ayudar. Dura, y esta sí que heroica, capacidad para plantar cara a la realidad, a la difícil realidad con todos sus inconvenientes y sus frustraciones, para devolverle, en la mínima medida de nuestras fuerzas, la dignidad por la que vale la pena de ser aceptada.
Lo demás, lo de los violentos, no vale nada. Y, a la larga, habrá de desvanecerse. Ahora al masivo y ciego asesinato le ampara, o intenta hacerlo, una retórica anacrónica. Tan anacrónica como ese rótulo con el que se define todo un colectivo de fríos e inmisericordes violentos, Sendero Luminoso. ¿Se ha dado cuenta alguien de la feroz contradicción, del trágico despropósito, del inmenso desatino que este título porta en su escondida entraña?
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