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La repugnante voz

No deberíamos pronunciar la marca, pero la marca -es Benetton. Su campaña publicitaria a costa de um agonía bate el récord de atentados contra la conciencia universal y lleva a sus extremos más peligrosos la tendencia a reconciliarnos con la atrocidad, integrándola en nuestra vida cotidiana. Conviene estar atentos: si la recibimos, ya nunca podremos librarnos de ella. Y aquí no se trata de tabúes. Se trata de preservar desesperadamente los últimos restos de una ética que, por otro tiempo, justificó a nuestra civilización. Se trata, pura y simplemente, de negarnos a regresar a las cavernas.En este caso, el objeto de la publicidad es un enfermo terminal de sida, como todo el mundo empieza a saber y algunos a criticar. Los voceros de la marca se defienden intentando convertir su miserable estrategia comercial en una campaña de alta filantropía. Según ellos, la visión de una imagen atroz nos hará meditar y, a la postre, reaccionar a su favor. Aseguran que ésta fue la última voluntad de la víctima y también la de sus familiares. La opción demuestra que las víctimas pueden equivocarse. Es posible que no calculen en qué medida pueden ser manipuladas sus intenciones; hasta qué extremos puede ser trivializada su tragedia.

Hace años, cuando mi generación aspiraba a la lucidez, circularon algunos ensayos sobre las trampas de la publicidad, ese mal menor que, progresivamente, se ha ido convirtiendo en uno de los mayores. Recuerdo, sin ir más lejos, Los persuasores ocultos, de Packard, y me viene a la memoria un axioma de MacLuhan que conoció singular fortuna: "El medio es el mensaje", decía. Lamentablemente, mí generación se juzgó mayor antes de tiempo y olvidé las teorías más progresistas, considerándolas superadas. A la vista de las trampas del presente, creo justo afirmar que no superamos tantas como creíamos. La realidad avanzó mucho más que nuestras pobres pretensiones de empollones evolutivos.

Lo cierto es que los persuasores ya no están ocultos, el horror no es subliminal, la deshonestidad no recurre a las metáforas. El rnedio será, una vez más, el mensaje. Para no hablar de una evidencia práctica, conocida por cualquiera que se haya interesado por las estrategias de la publicidad. Es cierto que urge informar sobre las terribles condiciones en que agonizan los enfermos de sida, pero ¿dónde se informa y de qué manera? El sida es una enfermedad que proscribe, un mal excluyente, que todavía cuenta con escasas defensas ante la opinión pública; situación agravada por la deficiente ayuda que ofrecen los Gobiernos. Al igual que se decía de los amores irregulares, es la enfermedad humillante, la que "no se atreve a decir su nombre". Para una vez que alguien se atreve a pronunciarlo -y a promocionarlo-, es lamentable que sean unos mercaderes sin escrúpulos. Que sean, precisamente, los traficantes de impactos.

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Aun concediendo a la empresa Benetton el beneficio de la honestidad, el peligro de trivialización al difundir las imágenes del enfermo de sida debería tenerse en cuenta. El contexto va en contra de los propósitos. La atrocidad que, en el mejor de los casos, se pretende denunciar quedará ahogada por la abigarrada parafernalia que ha ido configurando nuestro mundo de sueños bastardos. La habitualidad del horror acabará por restarle importancia. La víctima se convertirá en un compañero cotidiano, como doña Adelaida. Y, en el papel cuché de las revistas y dominicales, el sida podrá parecer incluso elegante. Si se convierte en spot televisivo, la agonía lucirá divinamente entre fragmentos de una película de Martínez Soria, anuncios de refrescos tropicales y colonias para machos incontaminados. Después de todo, la foto no carece de estilo, y las expresiones de los familiares están muy conseguidas.

Es cierto que el medio es el mensaje, y, en esta ocasión, el medio es una empresa experta en colorines que decide promocionar el dolor para atraer nuestras miradas por una elemental maniobra de contraste. Así lo han declarado los persuasores en una conferencia de prensa: las masas ya no se impresionan con los anuncios de colores idílicos, abusados hasta la saciedad en la estupidez cotidiana. Para interesar es necesario recurrir al impacto. Mala cosa cuando, a su vez, el impacto recurre al dolor como pregonero y a la muerte como estrella invitada.

Inevitablemente estamos viviendo en una sociedad de impactos. Desde ciertos titulares periodísticos hasta la narrativa televisiva, todo nos acostumbra a contentamos con una primera impresión -fuerte, rotunda, coactiva- sin tiempo a decidir lo que hay detrás. El análisis de los contenidos ya no está de moda. Si lo estuviese, la mayor parte de propuestas que nos ofrecen a diario serían rechazadas en nombre de principios que nunca debimos, olvidar.

La búsqueda de impactos sin reparar en los medios pone sobre el tapete, con urgencia, el ya viejo debate entre ética y publicidad. En general, los contenidos son atroces. Al favorecerlos, Benetton demuestra ser una firma que conoce el paño. Empezó violando las más elementales reglas del buen gusto mostrando a un recién nacido en condiciones visualmente deplorables. Cualquier carnicería del Tercer Mundo muestra imágenes parecidas. Y Rembrandt las intuyó, pintando una ternera desollada. O sea, que la criatura resultaba asquerosilla y basta.

Después de aquel regalo para deleite de comadronas, Benetton bordeó el escándalo con un guiño a la religión mostrando a un cura y a una monja que se daban el morro. Lo cierto es que la escena no me afectó: siempre he pensado que, en estos tiempos de paro espiritual, algo tiene que inventar la Santa Madre Iglesia para mantener entretenidos a sus siervos. Por otra parte, la pareja del anuncio no proponía nada que no hicieran antes los frailecillos de Bocaccio y las monachelle de Pietro Aretino.

Nada nuevo bajo el sol. Escándalo de circunstancias; o,todo lo más, una simple broma de tipo moral. Y la moral siempre es una cuestión relativa. Contempladas hoy desde la cama del enfermo de sida, aquellas, campañas quedan como ingenuas picardías que sólo podían preocupar en tanto que legitimaban el camino a invenciones cada vez más agresivas.

No es menos cierto que, en el otro extremo de la cuerda, cierta publicidad rosácea nos ha agredido continuamente a través de la ocultación. Los mensajes de buena esperanza a cargo de la Coca-Cola han sido sintomáticos en los últimos años. Al ritmo de melodías dulzonas, residuo del más candoroso hippismo de los años sesenta, jóvenes de distintas razas se reunían en un mensaje de felicidad común. Nada que objetar si olvidamos que en este limbo paradisiaco se encuentran algunas de las razas más oprimidas del planeta. El espíritu juvenil -un "viva la gente" que se convierte en un "viva la marca"- quedaría sin duda muy pintoresco contemplado en Suráfrica o apostillado por monsieur Le Pen y sus diligentes cofrades.

Benetton también recogió este mensaje de buena esperanza, aplicándolo a sus propios productos: un caudal de optimismo a cargo de un aguerrido negrito envuelto en un arco iris de sábanas; una especie de ONU del colorido personificada en un jersey que sentaba igual de bien a un pijeras de campus yanqui que a un negrito de los slwns. Y en una época en que el fantasma del racismo se cierne sobre nuestras conciencias, esta imagen rosácea de realidades terribles servía para esconder el verdadero problema, colocándose en el terrreno de las deformaciones más escandalosas.

Está claro que la campaña de Benetton a costa del sida no se debe a una casualidad. Tampoco sus autores actúan en solitario. La verdad última de estas campañas es que vivimos desprotegidos ante una raza de sinvergüenzas que no dudan en vulnerar todas las reglas para imponer sus productos. Aceptar el juego contribuye a envilecemos un poco más con cada anuncio. Porque, lamentablemente, esta mierda que destilan se está convirtiendo en un manantial que no tiene la menor intención de cesar.

Terend Moix es escritor.

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