El papel de Alemania
LA EXISTENCIA de una sola Alemania en Europa, tras 16 meses de unificación nacional, se ha convertido en un hecho normal. Cuesta incluso recordar la antigua y extendida creencia segun la cual la división germana constituía poco menos que condición indispensable para la estabilidad y paz continentales. Alemania tiene, por razones económicas y geopolíticas, un peso especial en Europa. Y no cabe duda de que los alemanes hablan con más autoridad en la escena internacional desde que han dejado de representar a un medio país; pero no se puede decir que utilicen su influencia dañinamente para la unidad europea. Lo prueba el Tratado de Maastricht, en cuya elaboración Alemania se volcó, y precisamente en unión con Francia, el país que siempre receló más de su papel emergente.No obstante, en ese balance positivo de la política alemana destaca una sombra: su actitud en el caso del reconocimiento de Croacia y Eslovenia. Bonn presionó a los otros miembros de la CE y luego tomó medidas unilaterales, colocando a ésta ante un hecho consumado. Si bien la tesis alemana era acertada -y los hechos ulteriores lo han demostrado-, su forma de proceder fue desastrosa: si se multiplicasen casos similares, se abriría una crisis en la relación con Francia y en la propia Comunidad. En cambio, en el asunto hoy decisivo de la ayuda al. Este para evitar el caos en la antigua URSS y en otros países, hay una coincidencia amplia entre los Gobiernos europeos.
Por causas históricas, Alemania no forma parte del Consejo de Seguridad de la ONU, y no será fácil encontrar una fórmula que corrija la absurda situación. Quizá ello explique su tendencia a potenciar otros organismos internacionales que reflejan mejor la actual coyuntura mundial. En la reciente reunión de Praga de la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE), Alemania propuso dotarla de un órgano ejecutivo y crear cascos azules europeos. Los recelos que despertó la iniciativa son injustificados: el futuro del continente depende en gran medida de que Alemania canalice su dinamismo hacia el desarrollo de los órganos europeos y no hacia una política independiente, que pronto sería dominadora.
La situación económica, por su parte, muestra unos resultados y expectativas peores que los anticipados hace apenas dos meses. Desde mediados del pasado año, su economía no ha dejado de manifestar síntomas de desaceleración, de agotamiento del impulso asociado a la absorción de la extinta RDA, sin que la inflación haya mejorado. La coincidencia de esa caída en el ritmo de crecimiento con la existencia de cuadros recesivos en algunas de las principales economías de los países industrializados ha contribuido a agudizar las dificultades alemanas en la medida en que se han resentido enormemente las exportaciones económicas consideradas esenciales. En la pasada semana hemos sabido que la balanza comercial alemana cerró 1991 con un superávit mucho menor que el de 1990: 20.800 millones de marcos frente a los 107.400 millones de 1990. El saldo por cuenta corriente registró un déficit en 1991 de 34.200 millones de marcos, frente a un excedente de 77.400 millones de marcos en 1990. También se ha conocido que el crecimiento de la economía de la parte occidental de Alemania ha sido negativo en un 0,5% durante el último trimestre de 1991, en relación a los tres meses anteriores, sin que se puedan intuir mejores registros en el primer trimestre del presente año.
Una situación, en definitiva, que aleja el horizonte de recuperación, esencial para el resto de Europa. Hay que tener presente que, al margen del peso que dicha economía representa en la CE, la política de su banco central, muy rigurosa en sus propósitos antiinfiacionistas, está condicionando los estímulos de las restantes. La disciplina cambiaria del Sistema Monetario Europeo limita esa adecuación del signo de las políticas monetarias nacionales a las condiciones de la actividad, como se está poniendo de manifiesto en el Reino Unido y, en menor medida, en Francia, economías ambas necesitadas de impulsos a través de las reducciones de los tipos de interés. Un dilema, en resumen, expresivo de lo que puede llegar a ser esa tercera etapa de la unión económica y monetaria de Europa, cuya prioridad básica se centra en la estabilidad de los precios.
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