Derecho a dormir
Tengo un amigo que nunca abre la puerta de su casa antes de las cuatro de la tarde. Mi amigo vive de noche y duerme por la mañana (y algunos días incluso por la tarde), y tiene la teoría de que nadie llama a una casa antes del mediodía para llevarle a su dueño noticias agradables. O es el cartero -para entregarle una multa, claro-, o un cobrador de recibos, o un vendedor de algo. Rara vez, muy rara vez, es lo contrario. Y, en cualquier caso, cuando eso ocurre, la buena nueva deja de ser agradable desde el momento mismo en que le obliga a uno a levantarse antes de tiempo de la cama. Mi amigo dice que no hay noticia, por buena que ésta sea, que no pueda esperar hasta las cuatro de la tarde.Como mi amigo, yo vivo por la noche y duermo por la mañana (costumbre que he adquirido, entre otras cosas, por el hecho de trabajar en casa, lo que me obliga a buscar en la noche la tranquilidad de espíritu de que no dispongo antes) y, en virtud de ello, me he visto obligado también a convertir mi casa por el día en una fortaleza inexpugnable. La conversión empezó siendo paulatina, como todo proceso inducido por las circunstancias, pero decidí acelerarla un día en que, después de acostarme tarde, recibí las siguientes visitas, todas sin previo aviso, a lo largo de la mañana: el revisor de la luz, el del contador del agua, un tipo que se había confundido, un vendedor de libros, otro de calendarios y un último que hacía encuestas para algún organismo extraño sobre las aficiones de los entrevistados.
-La mía, dormir -le dije de mal humor, cerrándole la puerta en las narices y regresando a la cama.
Pero la pesadilla no había terminado. A los pocos minutos volvió a sonar el timbre, y esta vez el asunto era más grave.
-Hermano, Dios te ama -me espetó a bocajarro un tipo rubio con aspecto de angelote e impoluta y pulcramente trajeado.
-Me alegro.
-Dios te ama, hermano -repitió el angelote sin inmutarse, mientras su compañero me sonreía como si le hiciera gracia mi cara.
-Pues no debe de amarme mucho -acerté a responder yo, antes de cerrar la puerta, entre las brumas de mi resacacuando me saca de esta forma de la cama.
La decisión de no volver a abrir la puerta antes del mediodía salvo amenaza de bomba o visita previamente concertada me ha permitido dormir, al menos durante un tiempo, pero no me ha dejado a salvo de las continuas estratagemas que el enemigo ha inventado para colarse en mi casa. Sabedor de mi existencia y no conforme con agredirme con la avalancha de anuncios que me asaltan cada día por la calle, ha puesto cerco a mi casa utilizando para invadirla las pocas brechas que me comunican con el exterior y que me hacen por eso mismo más vulnerable: el periódico, el buzón, la televisión, la radio y, últimamente también, el teléfono, que de un tiempo a esta parte se ha convertido, además de en una pesadilla, en un caballo de Troya en versión actualizada:
-Buenos días. Le llamo del Banco X para ofrecerle a usted en exclusiva unos fondos de inversión que, además de producir, desgravan.
Y al rato:
-¿Señor X? Le llamo de la compañía de seguros Pum para explicarle las ventajas de nuestro seguro de hogar combinado.
Y al rato:
-Hola, buenos días. Mire, le llamo del supermercado de la esquina para informarle de nuestras ofertas de la semana.
Y ya en el colmo de la desgracia, como a mí me ocurrió la otra mañana:
-Perdone que le moleste. Le llamo de Telefónica para ofrecerle nuestra gama de teléfonos portátiles...
-No, oiga. Muchas gracias.
Durante mucho tiempo he pensado que el mío era un caso de mala suerte o que alguien la había tomado conmigo por alguna razón extraña, máxime teniendo en cuenta que quienes me llamaban por teléfono o quienes atestaban cada día el buzón de mi casa de propaganda acertaban casi siempre con mis necesidades, entre otras cosas porque, a mi edad, sigo sin tener de nada. Ahora he sabido, sin embargo, que el mío no era, ni mucho menos, un caso aislado y que, mientras yo resistía al cerco de vendedores atrincherado como un león tras los muros de mi casa, a mis vecinos les ocurría exactamente lo mismo sin que yo lo sospechara. La desarticulación policial, por ejemplo, de una empresa de informática que almacenaba en sus ordenadores hasta 47 datos distintos de más de 20 millones de españoles (muchos más que el propio Estado) para vendérselos luego a otras empresas interesadas, me ha hecho tomar conciencia del enorme potencial del enemigo y de la absoluta inutilidad de intentar plantarle cara. Si saben todo de mí, si conocen mejor que yo mis deseos y mis necesidades, lo único que puedo hacer es relajarme, como en las violaciones, y esperar tranquilamente su llegada.
En cualquier caso, lo que no pienso hacer es apuntarme en esa lista que las propias empresas publicitarias, asustadas de su impunidad (a lo que se ve, el Gobierno sigue sin considerar sus intromisiones como lo que realmente son: allanamientos domiciliarios) y, sobre todo, del posible efecto contrario que el acoso en exceso pudiera provocar entre los compradores potenciales, pretenden establecer para que nos apuntemos en ella todos aquellos que no queramos recibir publicidad en casa. Se empieza así y acaba uno teniendo que apuntarse en la de los que tampoco quieren ser robados, y en la de quienes no desean ser agredidos, y en la de quienes no les gusta que les estafen y, en fin, en la de los que simplemente queremos dormir a la hora en que nos parezca sin que nos despierten a cada rato para tratar de vendernos algo. Y, además, que estoy seguro de que para apuntarse en esa lista habrá que hacerlo por la mañana.
Julio Llamazares es escritor.
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