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George Bush y Japón

El viaje de George Bush a Japón fue un desastre, psicológica y simbólicamente. La visión del presidente norteamericano, habitualmente exuberante y risueño, poniéndose gris y desvaneciéndose resultó perturbadora para millones de telespectadores. (Y eso que la información fue tratada: las cadenas ABC y NKH editaron una secuencia aún más horrible, que mostraba a Bush vomitando en el regazo del primer ministro Miyazawa, y a su mujer, Bárbara, limpiando apresuradamente la boca de su marido con un pañuelo, aunque varias emisoras difundieron más tarde toda la grabación).Simbólicamente, el viaje del presidente de Estados Unidos a Japón a los 50 años de la victoria militar, para pedir, exigir incluso, concesiones económicas, fue una confesión de debilidad que llevó a muchos japoneses a expresar en privado kenbei, término que denota desprecio. Y, como dijo Nachiro Amaya, uno de los artífices de la prosperidad japonesa en la posguerra desde su puesto de viceministro de Comercio e Industria Internacionales: "El superpoder América está cansado, y todo el mundo a su alrededor tiene que ocuparse de él". Tal como escribí en EL PAÍS hace un año (La guerra no deseada), "Estados Unidos ha demostrado ser una preeminente potencia militar y tecnológica, pero ser una potencia militar y tecnológica tan formidable no significa que siga siendo la potencia económica suprema". Señalaba entonces que en los conflictos militares el coste es un factor irrelevante, mientras que en materia de competencia económica resulta ser el primordial. Y concluía: "Los vencedores de la guerra del Golfo serán Alemania y Japón..., y el resentimiento contra Alemania y Japón, y contra este último en particular, aumentará. Habrá enormes presiones para lograr concesiones comerciales... Esta es también una de las consideraciones del nuevo orden mundial, en el que la economía es la continuación de la guerra por otros medios".

En octubre de 1991, el presidente Bush obtuvo otro éxito en política exterior al inaugurar en Madrid, a bombo y platillo, la Conferencia de Paz de Oriente Próximo. De vuelta a casa, anunció su intención de realizar un viaje por Asia, partiendo de Australia y terminando en Japón. Sin embargo, la noticia levantó un vendaval de protestas en el país. Bush fue acusado reiteradamente de ignorar los problemas internos y, en concreto, la recesión. En el verano de 1991 había anunciado que la recesión estaba "tocando fondo", y que la recuperación comenzaría en el otoño (si bien sus consejeros económicos admitían en privado que sería débil, un crecimiento quizá no superior al 2%). No obstante, a final de año la recuperación seguía sin hacer acto de presencia y el desempleo incluso era mayor: el 7,1% en diciembre, es decir, unos nueve millones de personas. Peor aún: ésta es la primera recesión que golpea con fuerza a la clase media, a los trabajadores no manuales y a los cuadros medios empresariales. Las personas de clase trabajadora suelen contar con un sistema de apoyo basado en la "familia extensa". Las de clase media, que se desplazan con frecuencia, normalmente no lo tienen. Dependen de sus ahorros, y el ahorro ha ido disminuyendo progresivamente; especialmente los tipos del mercado monetario y el interés del ahorro han caído a la mitad de sus niveles anteriores. Ello ha producido un impacto psicológico más fuerte que ninguno anteriormente.

El presidente Bush canceló súbitamente su viaje a Asia, lo que nuevamente le hizo parecer débil e indeciso. El 7 de diciembre, aniversario del ataque japonés a Pearl Harbor, se desplazó a Hawai para conmemorar el acontecimiento. A su vuelta, anunció una nueva gira por Asia, pero esta vez con otro argumento, que repitió hasta el infinito: empleos, empleos, empleos. En efecto, Bush estaba diciendo a los trabajadores norteamericanos que para salvar sus empleos iba a tratar de aumentar las exportaciones norteamericanas. Y para reforzar este argumento anunció que le acompañarían 20 ejecutivos de las principales empresas del país, entre ellos los máximos responsables de los tres grandes de la industria del automóvil: Ford, Chrysler y General Motors. Otro traspiés, ya que simultáneamente la General Motors hacía público el anuncio de cierre de 21 factorías y el despido definitivo de 70.000 trabajadores en los próximos dos o tres años.

Estaba claro, sin embargo, y el presidente así lo hizo saber, que los objetivos del viaje eran de política interior, y que él se iba a emplear a fondo en lo que aquí se conoce como tiro a Japón.

Lo que subyace en todas estas cuestiones recibe el poco afortunado nombre de Impedimentos Estructurales (SII). Durante dos años se han celebrado reuniones entre negociadores comerciales de Estados Unidos y Japón para encontrar medios de incrementar el comercio entre ambos países a favor de Estados Unidos. Los negociadores norteamericanos afirman que Japón está demasiado orientado hacia la exportación y que debería aumentar su consumo interno. Ello quiere decir que los mercados nipones están cerrados para algunos productos -especialmente el arroz, que para los japoneses tiene un intenso valor simbólico y está políticamente protegido por un poderoso lobby-, y que, en lo que se refiere a otros productos norteamericanos como semiconductores y automóviles, los carteles japoneses, llamados keiretsu, se combinan entre sí para impedirles el paso al mercado japonés.

Por su parte, los japoneses aseguran que la tasa de ahorro norteamericana es baja, que hay poca inversión en nuevas plantas o infraestructuras, que la productividad es baja, por lo que los precios son altos, y que Estados Unidos vive por encima de sus posibilidades y espera que el resto del mundo respalde su enorme déficit (como lo ha venido haciendo hasta hace poco con la compra de bonos del Tesoro de Estados Unidos).

Economistas privados y analistas habían expresado ya a menudo críticas de este tipo, pero esta es la primera vez que los Gobiernos se las hacen entre sí oficialmente. ¡Y ambos tienen razón!

El nudo del problema para Estados Unidos es la industria del automóvil, verdadero motor de su economía. La cuestión se remonta 20 años atrás, cuando el Congreso estableció nuevas normas sobre emisiones de gases, con objeto de controlar la contaminación, y la exigencia de una mayor eficiencia energética, a fin de reducir la dependencia de las importaciones de petróleo. En relación con este punto, una iniciativa proteccionista de los sindicatos del sector automovilístico tuvo, irónicamente, un efecto bumerán. General Motors podría haber importado sus excelentes automóviles Opel, hechos en Alemania, y Ford, los Cortina fabricados en el Reino Unido, que cumplían los requisitos establecidos para los coches a la venta en Estados Unidos. Pero el Congre-

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so, bajo la presión proteccionista de los sindicatos, decidió que los automóviles vendidos en Estados Unidos deberían tener un componente elevado de fabricación nacional, y que las empresas automovilísticas no podrían importar sus propios coches producidos fuera del país. Al mismo tiempo, éstas fabricaban pocos coches pequeños en Estados Unidos, por su escaso margen de beneficio, y los que hacían eran de baja calidad. Todo ello abrió la puerta a los japoneses, que introdujeron sus propios coches, pequeños y eficaces.

Los japoneses tuvieron tanto éxito que Estados Unidos presionó a Japón para que estableciera una "política voluntaria restrictiva de la exportación", que redujo las ventas de productos japoneses en Estados Unidos un 20%. Entonces los japoneses abrieron fábricas en Estados Unidos (pero importando muchos de los componentes de Japón, ya que ello no estaba incluido en la cláusula voluntaria), y se movieron hacia el segmento alto del mercado (también exento) con modelos de lujo como Lexus, de Toyota, o Infiniti, de Nissan. Actualmente Japón posee alrededor del 30% del mercado automovilístico interno norteamericano, y el modelo más vendido en Estados Unidos, el sedán Civic, es de Honda.

En Japón los coches norteamericanos suman sólo 16.000 de los 5,1 millones de coches vendidos (o, lo que es lo mismo, tres décimas del 1%), mientras que Alemania vende cerca de 137.000, la mayoría Mercedes y BMW, en el segmento alto del mercado. Los compradores japoneses no quieren coches norteamericanos porque a menudo su calidad es inferior, no tienen la conducción a la derecha (los japoneses tienen el mismo sistema de circulación que los británicos) y los buenos automóviles norteamericanos como el Cadillac cuestan 60.000 dólares (unos seis millones de pesetas), contra los 40.000 (cuatro millones) que cuesta un Mercedes. Además Bush cometió un fallo psicológico al hacerse acompañar por los ejecutivos de las tres grandes compañías automovilísticas, cuyos salarios medios ascendían en 1991 a cerca de tres millones de dólares anuales, contra el medio millón que ganan por término medio los japoneses que dirigen las empresas automovilísticas -una proporción de seis a uno-; especialmente cuando los comentaristas japoneses señalaron que por cada empleado que se necesita para fabricar un coche en Japón se necesitan cuatro en Estados Unidos.

Estados Unidos, y en especial el presidente Bush, están en un dilema. El tiro a Japón y el deseo de proteccionismo están en alza. El Partido Demócrata está casi totalmente a favor del proteccionismo. Richard Gephardt, líder de la mayoría en la Cámara, habla abiertamente de esta necesidad, y dos de los cuatro candidatos demócratas a la presidencia, los senadores Kerrey y Harkins, apoyan claramente una política proteccionista. El gobernador Clinton, en estos momentos el aspirante con más posibilidades, se muestra cautamente a favor, y sólo el ex senador Tsongas se declara contrario al proteccionismo, aunque propicia una "política industrial" que aumente la inversión en las industrias norteamericanas.

Lo que resulta paradójico es que Bush ganó en Japón una pequeña batalla, pero le está resultando dificil sacar partido de ella. Los japoneses aceptaron doblar, en los próximos dos años, las importaciones a Japón de componentes de automóviles producidos en Estados Unidos (por firmas japonesas) de 2.000 a 4.000 millones de dólares (de 200.000 a 400.000 millones de pesetas aproximadamente). Y aumentar las compras a compañías estadounidenses de componentes de automóviles para las fábricas japonesas en Estados Unidos (reduciendo con ello las importaciones de componentes de Japón) de 7.000 a 15.000 millones de dólares (de 700.000 a 1,5 billones de pesetas). Efectivamente, el presidente Bush le ha sacado a Japón 15.000 millones de dólares (alrededor de 1,5 billones de pesetas) para la industria automovilística de Estados Unidos. No obstante, todo esto es comercio dirigido. No tiene su origen en la libre competencia, sino en el chantaje político. Y, sin embargo, la política económica que pregona la Administración de Bush es el "libre coniercio". Y esto ocurre precisamente cuando se reanudan las conversaciones del GATT, que venían arrastrándose lánguidamente desde hace dos años y en las que Estados Unidos insiste con energía en el libre comercio, especialmente ante Europa, para que reduzca los cuatro importantes tipos de subvenciones comunitarias a los agricultores europeos.

Así pues, en este momento, Bush actúa con un doble rasero, y ello es consecuencia de su viaje a Japón. Si se puede extraer alguna conclusión de todo esto, es que de ahora en adelante, o al menos hasta que la economía mundial en su conjunto se recupere, la regla del juego será el comercio dirigido, no el libre comercio.

Daniel Bell es sociólogo. Traducción: Anunchi Bremón.

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