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Último tongo en Madrid

Sospechaban que la última cena iba a celebrarse en el grill del hotel Palace, donde ya apareció un par de veces a lo largo de las dos semanas de reclusión en la planta séptima.Los camareros estaban apostados como galgos al comienzo de la carrera. Tres mesas floreadaras, y con más cirios que el altar mayor de la Santa Iglesia Catedral tenían pequeños rótulos consagrando quizá la divina reserva. El reloj marcaba las nueve de la noche.

En el salón de la inmensa claraboya, penitentes del PSOE participaban en la ceremonia del copeo durante el intermedio de algún responso político que reunía a fieles de Castilla y León. Casi al lado de éstos pululaban grupos de oficiantes de Fitur perseguidos por diáconos con bandejas de croquetas y jamón, entre las que bendecía, sonriente y tonsurado, el conspicuo Rafael Ansón. Y para darle acordes a la fiesta, un artista del teclado, vestido de negro, aporreaba con furia la cola de un piano del mismo color. Señoras con pieles preciosas sudaban el lujo de sus abrigos, abrazadas a sus monederos de avestruz.

Pensé: con este ambiente, raro sería que Torquemada no se dejara ver, oír e incluso quemar en la hoguera del descubrimiento de la inmortal España. Iba a ser cuestión de segundos.

Mientras tanto, en sus habitaciones de la séptima planta -a la que con toda probabilidad era ascendido unas veces a hombros de Colón (Tom Selleck) y otras de su recia secretaria-, Brando representaba como un vicio en solitario su último tongo en Madrid, sobre un guión de brujería hecho de apariciones y desapariciones misteriosas, falsas pistas para confundir a la Prensa y actos fallidos para desorientar a sus admiradores.

Abajo, algunos camareros y otros sirvientes respondían a la carta las preguntas de los reporteros. ¿Qué comió Torquemada la última vez que comió algo? ¿Era sólido, líquido o gaseoso? ¿Recuerda si fue mucho o poco? ¿Le vio usted masticar despacio, o tragaba a lo bestia? ¿Emitía ruidos? ¿De qué tipo e intensidad?

Torquemada, dijeron, tenía hábitos totalmente normales. Nadie le había visto incurrir en gula. Nadie le había oído eructar. Ni maldecir. Ni, por supuesto, blasfemar. "Se comportó como un fraile casto y bondadoso".

En el grill, y ante aquellas tres mesas todavía vacías, me sirvieron el menú de este refectorio de cinco cruces: sopa de vieiras con azafrán y lubina montada con mucho equilibrio encima de una patata. Luego apareció una fuente con golosinas de convento y, finalmente, la bandeja petitoria. Fue entonces, al depositar el donativo, cuando advertí que a mis espaldas, ocupando una discreta mesa, se hallaba Torquemada con sobrio atuendo de travestido, perfectamente maquillado para la ocasión. Lo observé con disimulo tratando de grabar aquella imagen en mi memoria: la falsa dama que untaba con lentitud de tango el pan con mantequilla lucía una melena muy corta. Sus hombros eran recios y no precisaban ortopedia de guata. Y sus ojos eran sus ojos, duros y penetrantes, clavados en un libro que sin duda era de historia. Manejaba los cubiertos al torpe estilo americano. No había dudas de que era él.

Llegado el momento, se levantó y alisó su larga y vuelosa falda de tejido indio. Y desapareció de la escena sin decir absolutamente nada.

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