¿Demócratas?
Se acabaron las recetas antiguas del materialismo dialéctico que tanto servían para explicar la voluta rococó como la eyaculación precoz de la población de los bidonvilles. De un tiempo a esta parte hemos dejado los grandes libros de instrucciones del mundo para regresar al bricolaje de las ideas y de los sentimientos colectivos. Aquellos que no tuvimos la suerte de encontrar plaza en el tren de las verdades absolutas sudamos tinta, y nunca mejor dicho, cuando lo de Sadam. Y ahora, con el goteo catártico de Yeltsin y el derrumbe cubano, llegan los argelinos y sacan sus tanques a la calle para poner el dedo en la llaga que todos los demócratas llevamos abierta desde que Hitler ganó unas elecciones postreras.Vivimos en la contradicción insoluble de quienes dicen que para defender una democracia de los ademócratas es posible e incluso de seable conculcarla. El debate entre los adalides de la democracia instrumental y los apologetas de la democracia esencial es, en realidad, una paradoja. Los primeros entienden la democracia sólo para uso de de mócratas y consideran que los que combaten la urna no tienen derecho a ella; los segundos consideran la democracia como el bien supremo de la civilización, e incluyen dentro de la civilización todos aquellos ves tigios del hombre incivil y cainita.
Y, sin embargo, este tipo de debates no pueden hacerse leyendo los periódicos sino repasando el abecedario interior de nuestras convicciones. La democracia no es tanto una política como una cultura que conlleva la práctica del respeto a las minorías, de la alternancia, de la libertad de expresión, de los derechos civiles. Aunque nos duela, la democracia es más vivencia que prudencia. No admite excepciones, ni siquiera a su favor. Y la mejor manera de salvaguardarla es ejerciéndola, aunque caiga en el intento.
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