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La Administración, bajo sospecha

En las viejas pero siempre vivas novelas de Pérez Galdós aparece la bien conocida figura del cesante, aquel empleado público que, ocupando cualquier puesto, se veía alternativamente en la calle al cambiar el Gobierno de turno. Esta figura, real y literaria, encarnaba magistralmente la confusión entre Gobierno y Administración, su utilización partidista y su paralización como consecuencia de las crisis de Gobierno, que se convirtieron en aspectos definitorios de la Administración española de los últimos 200 años. La politización a ultranza sufrida por la Administración desde 1939 acentuó hasta aspectos patológicos dicho cuadro.No es de extrañar, por ello, que el objetivo democrático de alcanzar una Administración pública perfectamente diferenciada del Gobierno, que fuera neutral políticamente, sometida al control ciudadano y del Parlamento, y profesionalizada en todos sus niveles, apareciera desde los primeros pronunciamientos de los grupos -como la Unión de Funcionarios Demócratas- y partidos clandestinos en los últimos años de la dictadura. El objetivo de lo que se llamó entonces la Reforma Democrática de la Administración se configuró así como una parte sustancial de las instituciones que tenían que emanar de la Constitución.

Mientras que la Constitución señala que "la Administración pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización y coordinación con sometimiento pleno a la ley y al derecho", el desarrollo normativo y, sobre todo, la realidad práctica no han alcanzado, ni mucho menos, lo señalado por aquélla.

Esa reforma de la Administración, que ya en los meses siguientes a las primeras elecciones democráticas quedó recogida, y confundida, en una simple y remodelación de departamento ministeriales, era esperada, como tantas otras cosas, con ilusión y firmeza a finales de 1982.

Precedida por decisiones dirigidas en gran parte a la galería, que hicieron conocer a muchos funcionarios las calles de sus ciudades a horas de mañanas no amanecidas, una ligera batería inconexa de leyes y decretos a lo largo de los ochenta pretendió reformar la Administración unificando cuerpos de funcionarios, remodelando el sistema retributivo o el régimen disciplinario de los empleados públicos, reorganizando las comisiones de personal o el sistema de incompatibilidades.

Muchas veces los cambios fueron simplemente nominativos; en otros casos, las medidas fueron tomadas desde un absoluto desconocimiento de la complejidad de la Administración e inspiradas en una manía generalizadora, y tuvieron que ser rectificadas en el más corto periodo de tiempo posible por las dificultades que introducían en el funcionamiento de los servicios. Las peores sirvieron para crear aún más discrecionalidad en los puestos administrativos y mayor dependencia política de los funcionarios.

Uno de los efectos más perniciosos se generó por la aplicación de un nuevo sistema retributivo, presentado como objetivo y técnica, y que teóricamente relacionaba el puesto de trabajo y las correspondientes tareas y cargas de funciones con la retribución. En la práctica, nada de esto se cumplió. La metodología (comprada a una empresa multinacional) resultó inapropiada para la Administración, y las valoraciones actuales de los puestos de trabajo nada o poco tienen que ver con las efectuadas en el primer momento, por otra parte, con innumerables deficiencias. El sistema se ha convertido en una jungla, sin leyes ni normas objetivas, donde ninguna retribución es igual a otra y todo depende de la capacidad de presión de los respectivos responsables políticos. Sólo dos consecuencias han quedado claras: la primera, que el director general encargado del invento ocupó luego un puesto de la máxima responsabilidad ejecutiva en la multinacional, que realizó un suculento negocio, y la segunda, que la arbitrariedad en las retribuciones se ha incrementado. Los funcionarios nunca van a estar seguros de cuál va a ser su remuneración. Los complementos suponen, especialmente en los cuerpos superiores, más del 50% de los emolumentos a percibir, y el riesgo a perderlos crea en muchos funcionarios una servidumbre y dependencia de los políticos de turno.

Existe una cuestión que, ni siquiera por aproximación oportunista, los diferentes Gobiernos socialistas han abordado legalmente. Problema que pesa como una losa sobre la sociedad y su funcionamiento. Se trata de la separación y delimitación clara y nítida entre Gobierno y Administración o, en otros términos, la neutralidad de ésta. Cuando el actual ministro para las Administraciones Públicas, señor Eguiagaray, señala que el problema es que en España se confunde a la Administración con el Gobierno está proyectando hacia fuera un problema interno de ese Gobierno, al igual que de los anteriores. Porque la confusión y el mayor o menor acento en una u otra instancia han sido conscientemente utilizados con una ambigüedad interesada y calculada.

Se ha multiplicado casi infinitamente el número de puestos que puedan ser ocupados por personal ajeno a la Administración, sin que se haya superado ninguna oposición a prueba selectiva. Su dotación, en la mayoría de los casos, no obedece a motivos técnicos, sino a amiguismo o lealtades políticas. En esta línea, y con la única finalidad de aludir la limitación salarial y la concurrencia propia de la Administración, se ha llegado al extremo de aplicar a determinadas contrataciones el régimen jurídico del decreto que regula las relaciones de alta dirección en la empresa privada.

La proliferación de gabinetes asesores en los que se entremezclan las dimensiones técnicas, políticas, asesoras y decisorias ha aumentado la confusión, históricamente ya considerable, entre las dos instituciones. Cuando así ha interesado se ha puesto el fiel de la balanza en la profesionalidad de los altos cargos, mientras que en otros momentos se ha insistido en una confianza política en ellos, nunca regulada ni definida. El pasado invierno, un ministro dijo que a los altos cargos de la Administración no se les nombra por su capacidad, conocimientos o profesionalidad, sino por su lealtad política.

Lo anterior se expresa paradigmáticamente en la abusiva generalización de la libre designación en los puestos intermedios y altos de funcionarios, que se ha convertido de facto en una simple libre remoción, es decir, una espada de Damocles que anima a la autocensura o autorregulación en el ejercicio de derechos fundamentales por los funcionarios.

Es un caso de laboratorio el fenómeno de la confusión entre lo administrativo y lo político.

La llegada del actual Gobierno hizo que desde el mismo se fueran emitiendo mensajes informativos de unas intenciones claras y definitivas; ahora sí; esta vez se va a regular una profesionalización de la Administración, una distinción nítida entre ésta y el Gobierno, objeto, a su vez, de redefinición a partir, se supone, de lo establecido por la Constitución. Pero una vez más las tensiones internas y la desconfianza hacia una Administración profesionalizada parece que están ocasionando todo tipo de problemas a los anteproyectos de ley correspondientes.

La última delimitación de los ámbitos y funciones del Gobierno y la Administración (o en plural, si pensamos en las comunidades autónomas también) no es únicamente una definición de sus órganos y funciones, sino que exige una regulación de aspectos fundamentales de la Administración como el de su neutralidad, que, entre otras cosas, significa, en síntesis, que los empleados públicos ocupan sus puestos, hasta los más altos, por criterios estrictamente profesionales y al margen de las opiniones políticas que como ciudadanos tengan. No parece, nos tememos, que los textos de los anteproyectos señalados estén en esa línea.

No es ésta, por supuesto, la única cuestión pendiente en la materia. La sociedad española sigue padeciendo en general unas administraciones duplicadas y enquistadas en y por procedimientos y ritmos exasperantes; los empleados públicos continúan sobreviviendo profesionalmente en unos modelos organizativos laborales frustrantes, y se permite el deterioro creciente de servicios públicos y de importantes parcelas de la propia Administración. Esto ocurre, sin duda, porque el Gobierno no ha tenido hasta ahora interés político en crear una Administración pública siguiendo los modelos más avanzados de nuestro entorno político, comparación repetidamente argumentada para otras cuestiones cuando se ha querido presentar lo impresentable.

El artículo está suscrito por: Fernando Galindo José Antonio Gimbernat, María Gómez de Mendoza, Faustino Lastra, Diego López Garrido, Juan Francisco Martín Seco, Juan José Rodríguez Ugarte, Jaime Sartorius, Juan Manuel Velasco y Luis Velasco.

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