Latido
Cualquier acto que uno realice, por miserable que parezca, siempre será un acto universal: en ese momento lo están ejecutando millones de seres en todas las partes del mundo. Vicios, sentimientos y tragedias íntimas participan igualmente de una corriente planetaria que actúa como una fisiología, y arrastrado por ella alguien puede sentirse un asesino muy selecto o un monje lleno de sabiduría, pero no es sino otra de tantas criaturas unívocas que baila al son de una melodía compuesta por todos los placeres y sufrimientos de la humanidad junto con sus ambiciones. Sólo los héroes y los santos captan el sentido de esta música: son conscientes de que la acción o el sacrificio personal se prolonga a través de un inmenso campo de almas, hasta crear una unidad, y sólo dentro de ella se sienten libres o redimidos. Todo cuanto sucede forma una masa. El conjunto de blasfemias y plegarias engendra un cántico que se eleva hacia las esferas, y hasta allí también llega el grito unánime de todos los orgasmos, el sonido de todos los látigos, el rumor de innumerables frustraciones, de idénticas esperanzas, de estertores y carcajadas semejantes, que son reflejos de las mismas pasiones acompañadas por los mismos gestos. Sentir indefinidamente multiplicado el placer sabiendo que de él participan todos los mortales; diluir las desgracias que uno tenga en el acervo común del dolor, en eso consiste la santidad nueva, del mismo modo que el heroísmo de hoy no es más que un ejercicio de humildad: entender que toda la humanidad está haciendo fuerza cuando levantas un papel del suelo. El asesino que campa triunfalmente en un barrio de Nueva York y el monje con la bata de azafrán que a la sombra de un magnolio imparte enseñanzas analgésicas en la ladera del Tíbet, ambos constituyen dos caras de un poliedro, en cuyo interior la crueldad del mundo y la vastedad de su gloria conviven formando una misma sustancia. No estás solo. Infinitos seres se alimentan de tu angustia, infinitos seres generan la dulzura que te sustenta.
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