Un peligroso despiste
La CE ha tenido, en opinión del articulista, un peligroso olvido a la hora de la gran negociación comunitaria: el fenómeno de la inmigración. Afortunadamente se está empezando a abrir camino la idea de la urgencia de afrontar un problema que, de no controlarse enseguida, puede terminar haciendo imposible el más decisivo paso de la unificación europea: la desaparición de las fronteras entre Estados
La inmigración se está convirtiendo en un obstáculo para la unificación europea. No es casual que, con el tiempo y a, medida que nos vamos acercando al vencimiento de los plazos vinculantes en el proceso de construcción de la Europa sin fronteras, un problema que hasta ayer se consideraba de escasa relevancia esté ahora agitando las cancillerías de nuestro continente: cómo afrontar la presión cada vez más masiva de centenares de miles de inmigrantes procedentes del ahora descompuesto imperio del Este y de las regiones cada vez más pobres y superpobladas del Sur. Considerado un tema de simple competencia nacional, la inmigración, contrariamente a todas las demás cuestiones económicas y sociales, ha quedado, de hecho, fuera de la puerta en la gran negociación comunitaria, y solamente ahora comienza a ser considerada en la forma correcta. Las razones de este peligroso despiste político son esencialmente dos.La primera se debe a una singular coincidencia de intereses entre los países de la Europa meridional, sobre todo Italia y España, que tenían que vérselas, hasta hace pocos años, con la emigración de su propia fuerza laboral nacional y con la conducta de celosa defensa de las políticas de control de los trabajadores por parte de las naciones más ricas e industrializadas del centro-norte continental. En segundo lugar, la naturaleza misma de la inmigración europea de la segunda posguerra, estrechamente ligada a la disponibilidad ocupacional de los diversos mercados de trabajo, había reforzado la ilusión de muchos de poder gestionarla y afrontarla a nivel nacional más que en el marco comunitario. Pero no es suficiente.
Con la caída del telón de acero, la inmigración con destino a Europa ha cambiado sus tradicionales dimensiones cuantitativas y cualitativas. De hecho, el frente oriental, considerado anteriormente seguro y al amparo de posibles infiltraciones de mano de obra extranjera, representa la verdadera novedad de una situación en sí muy difícil y en los límites de la ruptura a causa de las fortísimas presiones provenientes de los países de la pobre pero superpoblada costa meridional. Con el resultado de que, mientras que hasta ayer el problema de la inmigración podía ser considerado -aunque algunas veces de manera forzada- una expresión típica de la gigantesca pero lejana región definida comúnmente como Tercer Mundo, hoy no sólo se ha europeizado, sino que ha adquirido, al mismo tiempo, un carácter de absoluta universalidad. Una nueva dimensión del problema, por tanto, que, sin embargo, coge a los países de la vieja Europa casi totalmente desprevenidos cultural y políticamente.
Frente a esta progresiva universalización del fenómeno inmigratorio, los Estados europeos continúan, de hecho, comportándose según modelos ligados a las lógicas nacionales más estrechas y tradicionales. Comportamiento éste que, en vez de aliviar, empeora la ya difícil situación, terminando además por acentuar en el interior de cada país el vago y no del todo infundado síndrome de invasión, un campo abonado para la burda pero directa propaganda de los partidos de la derecha política.
Falta de realismo
Afortunadamente, aunque con retraso, se está empezando por fin a abrir camino en la discusión comunitaria la urgencia de afrontar un problema que, si no se controla enseguida y en todas sus complejas articulaciones, terminará por hacer ciertamente problemático, si no improbable, precisamente el primer y más decisivo paso de la unificación europea: la desaparición de las fronteras entre los Estados. Las razones son evidentes.
Frente a la creciente presión en las fronteras exteriores, la Europa de las naciones ha elegido en estos años un comportamiento defensivo y nada realista. De hecho, mientras que prácticamente todos los Gobiernos siguen repitiendo que las fronteras están cerradas para los inmigrantes, los datos, por el contrario, confirman un aumento constante y significativo de la presencia extranjera. Por la simple razón de que, acogiéndose a las numerosas excepciones que ofrecen las legislaciones de los distintos países, son cada vez más numerosos los inmigrantes que logran alcanzar de un modo u otro los territorios de las ricas provincias occidentales.
La experiencia ha demostrado ya fehacientemente que las economías europeas, a pesar de los altos niveles de desempleo interior, necesitan cada vez más mano de obra y tipos de prestaciones que sólo la inmigración puede garantizar. En estas condiciones, y en ausencia de un programa explícito para la entrada de mano de obra extranjera, no hay que maravillarse si los distintos mercados de trabajo siguen engullendo con creciente intensidad a los inmigrantes clandestinos e irregulares. Y no es sólo esto.
Elemento decisivo
En el complejo fenómeno inmigratorio, además del empuje de los individuos y los grupos familiares en busca de trabajo y mejores condiciones de vida, siempre ha tenido un papel determinante la política de los Gobiernos de los países de destino. En nuestros días, este elemento resulta toda vía más decisivo, si eso es posible, ya que los grandes e imprevistos éxodos masivos son, en muchos casos, de naturaleza política. Y, mientras se multiplican los focos de crisis y de enfrentamientos interétnicos, también ha reaparecido en Europa una figura que en los últimos decenios había sido producto de los sangrientos conflictos en las naciones pobres del Tercer Mundo: el refugiado de guerra. Un cuadro preocupante, por tanto, que el club de las naciones más ricas del mundo no puede fingir ignorar, ya que, entre otras cosas, su interés es el de ponerlo de nuevo bajo control.
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