Depresión francesa
FRANCIA ES uno de los miembros de la nueva Unión Europea que presenta hoy día mejores coordenadas macroeconómicas. Es de los grandes países que cumple las condiciones establecidas en la cumbre de Maastricht para incorporarse a la moneda única en 1996 o a lo más tarde en 1999. Y, sin embargo, Francia es también uno de los países más traumatizados por el rumbo reciente de la historia: en pocas sociedades como en la francesa han causado tanto desconcierto e inquietud el proceso de unificación europea, la caída de la tasa de natalidad occidental, la nueva inmigración árabe y africana y finalmente el derrumbe descomunal del bloque socialista y ahora de la Unión Soviética. El malestar y la perplejidad se han manifestado de forma tan aguda que han dado paso a lo que el ex primer ministro Michel Rocard ha diagnosticado como "una profunda depresión".El Partido Socialista (PS), que lleva en el poder toda una década, salvo el paréntesis de la cohabitación entre 1986-1988, sufre parecidos efectos depresivos. Fundado en 1971 a partir de las distintas corrientes socialistas, salió a la palestra electoral con el eslogan de cambiar la vida, y en cambio ha sido la vida la que ha cambiado al partido y ha obligado a diluir su ideología.
El socialismo francés se hallaba, en los años de su refundación, en el centro de las preocupaciones políticas europeas. Quería ser una tercera vía entre el izquierdismo verbalista y estéril de los partidos comunistas europeos y el reformismo capitalista practicado por la socialdemocracia alemana o sueca. Sus dirigentes y militantes subrayaban las diferencias entre su socialismo y la socialdemocracia, estigmatizada por su aceptación del sistema y su identificación con el bloque de la Alianza Atlántica. Las esperanzas de elección de François Mitterrand como presidente de la República, insatisfechas hasta 1981, decían al mundo que en la Francia ilustrada e izquierdista sería posible conseguir el sueño que había perseguido hasta la muerte el presidente chileno Salvador Allende: la transición democrática y pacífica desde un régimen capitalista hasta otro socialista.
Todas estas esperanzas y quimeras eran compartidas por socialistas de todo el mundo y observadas con interés y curiosidad por cualquier persona inquieta. El socialismo francés tenía algo de ejemplar y de experimental, y su papel histórico correspondía al de una cierta vanguardia europea. Hoy día, en cambio, el Partido Socialista, aunque observe las perturbaciones de la historia desde un poder que tiene ya más de 10 años, apenas si consigue interesar a sus propios votantes y conciudadanos, y se ve obligado a adecuar, en un congreso, su teoría a lo que en la práctica viene haciendo desde 1988 e incluso desde 1983: una política socialdemócrata, es decir, de reforma y mejoramiento del sistema capitalista.
Nadie tiene los ojos puestos en su programa, que se resume en una propuesta tan obvia como necesaria: buscar la unidad y la neutralización de las corrientes para cerrar el paso a la extrema derecha racista y xenófoba. El propio liderazgo de François Mitterrand se halla ahora en el declive que impone la edad y la atmósfera de fin de reinado, vivido con sondeos de opinión persistentemente negativos. Aunque no faltan candidatos a sucederle en el liderazgo socialista y en la aspiración presidencial, el PS se halla dividido por las luchas entre unos planes cuyo único contenido y orientación los proporcionan sólo los nombres de sus jefes, no las ideologías, y aunque destaquen el nombre del presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, y el del ex primer ministro Michel Rocard, son tantos y cada uno de ellos tan aguerrido que nada puede decirse todavía d e cierto sobre el futuro.
El antirracismo y el europeísmo se han convertido así en los únicos paliativos de los viejos idearios internacionalistas y solidarios arrumbados por el ritmo frenético de los acontecimientos. El socialismo francés celebra así su congreso, clausurado el pasado fin de semana, poniendo en sordina sus contradicciones e intentando olvidar la dramática ausencia de ilusión y de alternativas. Pero la derecha, que debiera en teoría ofrecerlas, no está mucho mejor situada: ni en ideas, ni en moral, ni en ánimos. Porque, en cierta forma, los males del socialismo francés son los males de Francia, y éstos son los de Europa. Su melancolía corresponde a las depresiones que se producen tras los grandes cambios: expresan el vacío que sigue a las emociones fuertes.
A fin de cuentas, Francia es la patria de la revolución que sirvió de modelo a otra revolución, la soviética, ahora descalificada por los acontecimientos. Y los socialistas franceses, en buena parte herederos de lo que podía ser más actual de 1789, no podían salir indemnes de este enorme envite de la historia.
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