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Los límites de Europa

Juan Luis Cebrián

Cualquiera que sea la lectura que se haga del balance de la integración de España en la Comunidad Europea (CE), no existe duda alguna de que los resultados son brillantes para nuestro país. Aislados durante siglos de las grandes tendencias continentales, obsesionados con la aventura de las Indias y encerrados en la defensa armada de la fe católica, los españoles descubrimos en el reencuentro con Europa nuestra mayoría de edad política y el resplandor del bienestar económico. Naturalmente ha habido que pagar un precio por todo ello, y la factura puede acrecentarse aún si las condiciones de "cohesión económica" que Felipe González reclama en defensa de los países del sur de la Comunidad no se ven atendidas en la cumbre que hoy empieza. Pero, con todo y con eso, y conocedores de las contradicciones y renuncias que la incorporación a la CE ha supuesto en algunos casos, bien podemos decir que el resultado de la operación es globalmente más que positivo.Las discusiones que hoy y mañana tendrán lugar en Holanda tratan de eliminar los últimos obstáculos para la creación de una moneda europea única y de avanzar, siquiera tímidamente, en los procesos de cooperación política que configuran intereses también comunes en la defensa y seguridad del continente y en la política internacional de los miembros de la CE. Ya se ha escrito demasiado sobre las renuncias a la soberanía de cada Estado que estos procesos implican, aunque quizá se hayan exagerado las reticencias británicas a esas renuncias e idealizado la disposición benevolente hacia las mismas por parte de franceses y alemanes. En realidad, las posiciones chovinistas en defensa de los intereses nacionales han subido de tono en todos los países de la Comunidad -incluido el nuestro-, según se acercaba la fecha de la cumbre; y son ya demasiados los que amagan con romper la baraja si el juego no sale conforme a sus gustos como para no suponer que hay mucho de baladronada en las amenazas. Pero, al margen de la sinceridad y oportunidad de todas éstas, merece la pena detenerse un poco a analizar el panorama en el que se desarrolla esta reunión que pretende dar pasos de gigante en la construcción de la Comunidad. Porque, en definitiva, los acontecimientos externos a la cumbre van a configurar, tanto o más que ésta, el devenir de nuestro continente.

Las condiciones de la llamada unidad europea han cambiado dramáticamente desde la caída del muro de Berlín y la descomposición del antiguo imperio del Este. La emergencia de nuevos Estados en el continente -algunos, como Ucrania, con la eventual característica de ser potencia nuclear-, la guerra civil en Yugoslavia, la amenaza de un conflicto similar en la que fue Unión Soviética, la definición de los Estados Unidos de América como solitario policía del nuevo orden internacional -después de la guerra del Golfo- y las diferencias crecientes entre los propios integrantes de la Comunidad nos invitan a cuestionarnos sobre el significado real, aquí y ahora, de la palabra Europa. Parece obvia la acusación de que una gran parte de los países que histórica, cultural y económicamente contribuyeron a la formación de la conciencia continental se encuentran ahora fuera del proceso de unidad, en beneficio de las naciones periféricas y de las menos identificadas con el sentimiento europeo. Desde ese punto de vista, los reclamos de países como Austria, Hungría o Checoslovaquia y las tensiones que emanan desde los integrantes de la comunidad escandinava parecen justificados. En cualquier caso, no son insensibles a gran parte de ellos los designios del Gobierno de Bonn, consciente éste de que el derrumbe del socialismo real y la desaparición del poder soviético otorgan a Alemania un nuevo papel, de características casi hegemónicas, en la ordenación del continente. Si añadimos a ello el creciente poderío económico alemán, que ha logrado hacer girar en torno a su moneda todas las decisiones claves de la política económica de los Doce, la cuestión parece fuera de dudas. El embeleso de la reconciliación franco-alemana se diluye cada día que pasa, y los esfuerzos aparentes de los dos países por buscar en el Reino Unido el chivo expiatorio de las dificultades hacia la unión no logran disipar la renovada desconfianza entre estos dos pueblos, cuya confrontación marcó por dos veces, en el siglo que acaba, no sólo el signo de la división de Europa, sino el origen de una conflagración universal.

Mitterrand y Kohl, sabedores de esa realidad, insisten en la profundización de la CE como único sistema de ahuyentar los demonios familiares que agitan las pasiones de sus respectivas tribus. Cabe dudar de la sinceridad de sus pronunciamientos cuando se analizan las respectivas políticas respecto a Yugoslavia. En cualquier caso, parece bastante claro que el proyecto europeo es el único capaz de encauzar coherentemente cualquier exceso de protagonismo alemán. Pero al mismo tiempo una ampliación indiscriminada de la Comunidad no haría sino multiplicar los ya muy graves problemas que la aquejan. El embeleco del europeísmo universal sería la mejor manera de acabar con el proceso de unidad tan trabajosamente emprendido.

Las diferencias internas entre los Doce, y la constatación de las dificultades prácticas que generan, llevan a preguntarse sobre el significado y las posibilidades de la profundización comunitaria de la que se habla. Frente a ella, por lo demás, se alzarían las reticencias británicas y la disposición española de no aceptar un sistema que haga aumentar el precio de la factura a la Europa del Sur. La quijotesca aparición del Gobierno de Felipe González al frente de la manifestación de los más pobres de la Comunidad tiene, desde luego, todo el sentido moral del mundo. Aunque conviene preguntarse sobre si no es también una teatral puesta en escena y una manipulación populista del sentimiento de solidaridad.

La cuestión radica en saber si esa profundización comunitaria se puede hacer, efectivamente, a doce, o si no será inevitable la existencia de una Europa a dos velocidades, no sólo en la unión monetaria, sino en los aspectos de cohesión política. Mejor todavía, cabe preguntarse si esta Europa a dos velocidades no es ya de hecho una realidad con la que es preciso contar. En mi opinión, es más que improbable que un proceso unitario europeo pueda acelerarse si no existe un núcleo duro dentro de los países de la Comunidad que tire del carro de la misma. Y eso, aun a costa de acentuar sus diferencias con algunos de los países miembros menos poderosos. Hacerlo de otro modo, por mor de la solidaridad, amenaza con introducirnos casi inermes en un proceso de progresivas ampliaciones que pueden desfigurar la identidad del proyecto mucho más de lo que las propuestas británicas sobre una zona de libre cambio permiten imaginar.

Como decía, en realidad esta Europa de dos velocidades existe ya de hecho. Queda sólo por averiguar si la unión monetaria se concreta o no en tomo a un núcleo de países conformado por Alemania, Francia, Italia, el Benelux e, inevitablemente, aunque le pese, el Reino Unido. Cabe entonces preguntarse cuál sería el papel de España si dentro de la Comunidad ha de existir una especie de Europa fuerte junto con otros países de acompañamiento, entre los que no sería dificil imaginar la presencia de algunas de las nuevas naciones incorporadas a la democracia. En términos de territorio, población y producto nacional bruto, España es hoy un país europeo importante. Pero en renta per cápita e infraestructuras permanece muy lejos de los líderes, a la cabeza del grupo de cola. La cumbre de Maastricht puede ser una ocasión para definir la estrategia española y en qué consiste verdaderamente nuestra cacareada vocación europea. Un esfuerzo por incorporarnos al núcleo duro de Europa puede parecer a algunos excesivo, y hasta imposible. Significaría, de momento, una política económica severa, un cambio de prioridades en las inversiones públicas, una lucha contra el déficit que limitaría el despilfarro abusivo del Estado y, sobre todo, de los gobiernos autonómicos, y produciría reconversiones añadidas en la industria y recortes inevitables en el gasto social. La recompensa, en el medio plazo, sería la reactivación de la inversión, la generación de empleo y la acumulación de riqueza. Algunos le llaman a esto neoliberalismo, aunque parece liberalismo a secas, y el mundo ya tiene experiencia suficiente para saber cuáles son sus ventajas y cuáles sus crímenes, como sabemos ya de los crímenes y eventuales beneficios de los sistemas basados en la tutela estatal. Aun con la realización de ese esfuerzo, resulta, por lo demás, dudoso que un país de los niveles educativos, de conciencia cívica y de desarrollo político del nuestro pueda efectivamente incorporarse, aunque sea en -el furgón de cola, al tren de alta velocidad europeo. Pero la alternativa es cada vez más un espejismo y una renuncia. La suposición de que podremos seguir llamando durante mucho tiempo Comunidad Europea a un conjunto de países que prescinden de más de un tercio de las poblaciones, la riqueza y el territorio que constituyen lo que conocemos por Europa parece ya ridícula.

El éxito de la Comunidad -ha dicho el ministro español de Asuntos Exteriores- es que "ha sabido hasta ahora gestionar la diversidad, que es el sello de la identidad europea". Esta diversidad está condenada felizmente a multiplicarse y a hacerse más compleja. Nos acercamos, como previera el profesor Duverger, a la construcción de una Europa en círculos concéntricos. De la habilidad y decisión de nuestro Gobierno depende que España pertenezca al núcleo central de esa galaxia o permanezca, una vez más, en la periferia de su historia.

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