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Presupuesto y democracia

Ha existido siempre la sospecha de que el uso arbitrario y no pautado de los caudales de la Hacienda pública constituye no sólo una vía de corrupción, sino un peligro para el equitativo juego democrático. En los tiempos actuales, en los que el Estado ha asumido un número cada vez mayor de funciones económicas y donde los recursos del sector público condicionan en casi todos los países por encima del 50% del producto interior bruto (PIB), este riesgo se hace más evidente.Incluso los sistemas autocráticos tratan siempre de mantener visos de legalidad en esta materia, pero es en las sociedades libres donde la transparencia y el control presupuestario devienen necesidades imperiosas. El manejo arbitrario de un montante tan enorme de dinero conferiría al Gobierno un poder de tal magnitud que le capacitaría para violentar, por los procedimientos más sutiles, la voluntad popular, convirtiendo la democracia en mero formulismo vacío de contenido.

La corrupción de los sistemas democráticos comienza casi siempre por un relajamiento de la disciplina presupuestaria.

Por eso, todas las legislaciones democráticas establecen garantías esenciales para el manejo de los fondos públicos: desde la elaboración del presupuesto hasta el correspondiente control al que debe estar sometida su ejecución. Son precisamente estas garantías las que han venido olvidándose en los últimos tiempos. Existe una tendencia en el Gobierno y en la Administración de, bajo el pretexto de incrementar la eficacia, pretender atenuar los pocos requisitos y reglas que aún subsisten.

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La transparencia es la regla de oro del documentó presupuestario, y todos sus principios y normas, desde el ingreso bruto hasta la especificidad, van dirigidas a mostrar una imagen fiel de las finanzas públicas. Pero cada vez son más las operaciones económicas que se realizan al margen del presupuesto, y los gastos no aparecen en las correspondientes partidas presupuestarias.

Es el Parlamento el que aprueba los Presupuestos. Generales del Estado, pero en la misma ley en que se aprueban las cuentas del Estado se otorgan al Ejecutivo amplios poderes para modificar lo aprobado.

El Parlamento no ejerce una verdadera soberanía sobre el presupuesto. Tan sólo las medidas adoptadas en el articulado de la ley tienen garantías verdaderas de cumplimiento.

La propia Ley de Presupuestos, que, dado su especial procedimiento abreviado de tramitación, debería tener en principio como única finalidad la de aprobar las distintas partidas presupuestarias, es utilizada por el Gobierno para legislar sobre todo tipo de materias, eludiendo de esta forma, en aquellos temas que considera problemáticos, el desgaste de un normal debate parlamentario.

De otro lado, la ejecución del presupuesto está condicionada por los vicios adquiridos en su elaboración y aprobación. El Presupuesto ha perdido en buena medida su condición de mandato del Legislativo al Ejecutivo, y éste, en su conjunto, no se ve constreñido excesivamente por el documento. Si existe alguna limitación para los departamentos ministeriales, proviene de los requerimientos del propio Gobierno o del Ministerio de Hacienda, pero no del Parlamento. En definitiva, se ha sustituido un control político por uno financiero e intragubernamental.

En nuestro país, el control de la ejecución presupuestaria está encomendado desde antiguo a dos instituciones: la Intervención General de la Administración del Estado (control interno) y el Tribunal de Cuentas (control externo).

El hecho de que la primera esté dentro de la estructura orgánica de la propia Administración no debería implicar ausencia de independencia ni de neutralidad. En primer lugar, y esto no viene mal recordarlo, porque la Administración en su conjunto debe ser neutral, y no está, como a veces se piensa, al servicio del partido en el poder, ni siquiera del Gobierno, sino al de todos los ciudadanos. Pero es que, además, las especiales funciones de control encomendadas a la Intervención General exigen que su actividad se realice con total autonomía, al margen de interferencias y conveniencias políticas. La objetividad debería ser el criterio a la hora de seleccionar las áreas a controlar, y la publicidad el destino de los resultados e informes emitidos. No hay mejor instrumento de control que la publicidad y la transparencia. No parece que actualmente sea ésta la línea imperante. Toda la valiosa información generada por esta institución queda recluida en el más arcano secreto. En cuanto al Tribunal de Cuentas, se configura, en teoría, además de como superior órgano de control, como el más independiente, puesto que depende del Parlamento y es el Parlamento el que elige a sus consejeros. Pero el espíritu de la Constitución ha quedado desvirtuado, como en otros órganos constitucionales (Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, etcétera) por una utilización sesgada de los mecanismos de elección. Los partidos políticos mayoritarios se han repartido los consejos en función de los escaños, y han olvidado que los criterios de profesionalidad e independencia deben estar por encima de los intereses políticos inmediatos.

Lo anterior dificulta que una institución de estas características pueda garantizar la imparcialidad en el manejo de los fondos públicos.

En suma, la quiebra del principio presupuestario de competencia y las ataduras a las que están sometidos los órganos de control pueden tener efectos muy negativos sobre nuestra realidad democrática, y es triste que sean los supremos órganos políticos los responsables máximos de esta lamentable perspectiva.

Firman el artículo María Gómez de Mendoza Faustino Lastra, Diego López Garrido, Fernando Galindo, Juan José Rodríguez Ugarte, José Antonio Gimbernat, Jaime Sartorius, Juan Francisco Martín Seco, Juan Manuel Velasco y Luis Velasco, que conforman el Colectivo Quijano.

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