El comunismo soviético en ruinas
Durante algunos días de agosto, después del fracaso del golpe, una parte de la Unión Soviética y del mundo entero esperó que el centro del universo comunista se lanzaría al fin a un proyecto de reconstrucción total. La liquidación del partido comunista; el derribo simbólico de la estatua de Djerjinski delante del edificio principal del KGB, que algunas semanas más tarde sería desmantelado; el cambio de la bandera roja por la de Rusia en la Casa Blanca y en el Kremlin; la autoridad y la popularidad centuplicada de Borís Yeltsin, todo esto, ¿no anunciaba ya la superación de una perestroika cada día más debilitada, que desde principios de 1991 parecía como si hubiera dado marcha atrás, lo que posiblemente envalentonó a los autores del golpe?Ahora bien: algunas semanas después de estas exaltadas jornadas, la situación es muy diferente. El derrumbamiento del antiguo sistema se ha acelerado, y ahora ya es total, pero no se percibe ningún signo de restablecimiento. En Moscú, de donde vengo, no he oído una sola palabra de esperanza, sólo se ve la expresión de un pesimismo profundo y una desmoralización extrema. En la Unión Soviética, y en Rusia en particular, asistimos a un acontecimiento de una amplitud tan considerable que no se puede comparar con ningún otro: se trata de la desaparición de una sociedad. Hemos visto ciudades, e incluso países, como Alemania, destruidos por las bombas; pero no hemos visto nunca el derrumbamiento simultáneo, en tiempos de paz, de la economía, de la política y de la cultura del que era hasta hace apenas unos anos uno de los supergrandes. Parece como si la Unión Soviética entera hubiera sido una ciudad potemkin, en la que tras sus fachadas no reinase nada más que el desorden, la arbitrariedad y la mentira. Ni siquiera esta imagen es exacta, y la realidad es aún más inquietante: el sistema soviético está en ruinas, y los seres humanos que se esfuerzan por sobrevivir se encuentran mentalmente como prisioneros entre sus escombros. Mientras el pueblo polaco ha tenido siempre la conciencia de pertenecer a una cultura y a una nación que no se identificaba con el régimen comunista, la sociedad rusa se hallaba profundamente identificada con él, de forma que los hombres, sus ideas, sus actitudes, su manera de comunicarse y de decidir, están ahora tan arruinadas como la economía o el poder político. Las almas se encuentran tan destruidas como las instituciones. Éste es el núcleo central de la situación soviética: la impotencia para tomar decisiones, la desaparición de la capacidad política. Esto se explica, primero, por el desmembramiento de la URSS y la dificultad de separar lo que pertenece al centro de lo que pertenece a las repúblicas, y, sobre todo, a la más poderosa, Rusia. ¿Quién hubiera imaginado que el Kremlin, símbolo y sede del poder central, sería escindido, se desintegraría como Yugoslavia? En Moscú se tiene la impresión de que el alcalde Popov, partidario de la línea dura, hace su propia política, se apodera de los edificios y de los terrenos y hace declaraciones como un auténtico jefe de Gobierno.
¿Qué fuerzas pueden existir y actuar en tal situación? Dejemos de lado las iniciativas o el provecho de los que se debaten en el caos del mercado negro, la corrupción o la simple habilidad que se utiliza para soslayar la penuria más bien que para acrecentar la producción. Es difícil condenar a aquellos que tratan de compensar un poco la parálisis del sistema económico, pero es más difícil aún ver en ellos a los protagonistas de una posible salida de esta situación.
Todos los observadores están de acuerdo en que no existe nada más que una fuerza capaz de dirigir la economía y la sociedad soviética: que se privaticen los grandes monopolios del Estado, es decir, que los dirigentes de la nomenklatura se transformen de una élite política en una élite económica. Son ellos los que, reducidos hoy a sobrevivir del trueque, pueden tener acceso al gran comercio internacional y al crédito de los bancos del Estado. En una sociedad en descomposición, ellos tienen todas las posibilidades de apoderarse de lo esencial de los recursos. No hace mucho, los comunistas occidentales veían en sus sociedades el triunfo del capitalismo monopolista del Estado. Lo que no era nada más que un espejismo en Occidente es una realidad en la ex Unión Soviética. Los monopolios del Estado, rebautizados como privados, son todopoderosos. Casi todos los observadores piensan también que el Movimiento para la Reforma Democrática de Shevardnadze, Popov y Sobtchak, que Occidente ve encantado como un partido para la democracia, no es ni un movimiento ni un agente de democratización, sino que es un lobby político al servicio de estos monopolios y lo que busca es imponer una modernización autoritaria que estaría más cerca de un Franco envejecido, o hasta del mismo Pinochet, que de Indira Gandhi o de la socialdemocracia sueca. El director de un importante instituto me dice: "¿Cómo se va a instituir una democracia en una sociedad tan deteriorada? Ningún partido tiene una existencia real, no es representativo de intereses o ideas bien definidas. Lo que nosotros podemos y debemos hacer es marcar los límites que no queremos que nuestro inevitable régimen autoritario traspase. Debe, por ejemplo, respetar la libertad de prensa y no puede ignorar la liberación política y cultural que se produjo desde el principio de la glasnost".
Los optimistas piensan que el paso por la modernización autoritaria -nueva versión del despotismo ilustrado- será larga, durará varias décadas. Los pesimistas piensan que existe el peligro de que este nuevo orden se vea desbordado si la penuria actual se convierte en hambre, lo que, según Shevardnadze, es una posibilidad real en varias regiones de la Unión antes del final del invierno. Ellos no excluyen, por consiguiente, un autoritarismo más nacionalista y represivo. Yo formulo por mi parte una hipótesis menos sombría. Creo también en el papel cada día mayor de los monopolios privatizados y de la nueva nomenklatura, pero no creo en su capacidad hegemónica, es decir, en la fusión del poder político y el poder económico, pues la sociedad soviética ha llegado a un grado demasiado grande de desorganización. Por el contrario, yo veo una fuerte tendencia a un dualismo general, no solamente económico, sino también de la sociedad, y, en consecuencia, la creación de un vasto espacio central ocupado por un poder político nacional-popular, tal y como existe con frecuencia en los países de desarrollo intermedio del Sur, un poder capaz de imponer su autoridad, a la vez, a una economía que busca desarrollar un sector privilegado unido al mercado mundial y a las masas populares preocupadas ante todo por su seguridad material. Este poder no puede ser ocupado nada más que por Borís Yeltsin, que domina las alturas de la vida política, y del que yo sigo pensando, desde hace dos años, que no se le puede identificar con los intereses de la nueva nomenklatura, aunque tampoco se le puede considerar como el arquitecto de una democracia parlamentaria.
Pero estos debates, por muy importantes que sean, son menos decisivos que la respuesta que se debe encontrar al problema más urgente: ¿cómo transformar a aquellos que sufren en aquellos que actúan, las víctimas en actores, ya sean empresarios o sindicalistas, periodistas o políticos? Hoy cada uno se esfuerza en sobrevivir, en protegerse o en huir. La juventud es
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tá casi enteramente desinteresada de la política, y no se reúne nada más que para oír a los rockers; la gente más cualificada sueña o bien con salir al extranjero o bien con hacerse pagar en dólares, pues la dolarización está tan extendida como en Bolivia o en Argentina en la época de la hiperinflación.
Este país tiene sobre todo la necesidad de estabilizarse, lo que supone una cierta capacidad de decisión. No se vislumbra la forma en la que Gorbachov podría recuperar esta ca pacidad, en un momento en el que tanto Rusia como Ucrania se preocupan sobre todo de li mitar el poder central. Sólo BorísYeltsin. está hoy en día en si tuación de imponer en Rusia su autoridad, es decir, a más de la mitad de la Unión Soviética. Esta autoridad es absolutamente necesaria para evitar que se malgaste la ayuda de Occidente y de Japón, indispensable para pasar el invierno.
Estas observaciones no pretenden indicar una vía de salida, pero me parece que demuestran claramente que la prioridad dada por Polonia y después por Checoslovaquia a la apertura económica no puede ser la solución para la Unión Soviética, pues un liberalismo extremo aumentaría las desigualdades hasta un punto insostenfible en una situación de extrema penuría y abriría el camino a un régimen autoritario y represivo.
En Rusia, la primacía debe dársele a la política, a la capacidad de limitar y de manejar esas contradicciones tan excepcionalmente fuertes. Sería un gran error pensar que se puede establecer hoy en día en Moscú un régimen económico y político al estilo de Occidente. El gran reto consiste en construir un poder político que no se identifique totalmente con los sectores más poderosos de la economía y que tampoco se contente con frenar las reivindicaciones de la mayoría. Es en el Sur, y no en el Oeste, donde hay que buscar los modelos, en Irán o en México, más que en Estados Unidos 0 en Alemania. Sin renunciar a, construir' o a abPir un sistema de representación política y de libre expresión de intereses y. reivindicaciones.
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