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Tormenta de verano

El día en que clausuraron la Feria del Libro de Francfort, en esa misma ciudad molieron a palos a cuatro emigrantes turcos. Al igual que en fútbol, alguien podría decir: "¿Que ha habido juego sucio? Sí, pero al final hemos ganado, y eso es lo que quedará para la historia", porque la feria en verdad resultó un éxito, y su alucinado gigantismo, unido luego al suceso de los turcos, a mí me recordó, inevitablemente, la única cosa parecida, magnificada además por la nostalgia, que yo había visto hasta esa fecha: la Feria del Campo que, con 350 pabellones y 4.000 expositores, se celebró en Madrid durante el verano de 1962.Si no se trató de un espejismo, aquél fue, desde luego, un año prodigio en experiencias y acontecimientos. Uno juraría que todo sucedió ayer mismo, y cuenta con testimonios personales y testigos fiables para reafirmarse en tal hipótesis, pero debió ser, en efecto, mucho antes, hace una eternidad, porque ya casi nadie quiere acordarse de aquel episodio de nuestra vecindad histórica, ni de cómo se fundó modernamente esta ciudad: cómo fue surgiendo de las cenizas todavía tibias de la posguerra hasta que, de la noche a la mañana, un poco al modo de la fiebre del oro y los pioneros del Oeste, se pobló de emigrantes y se disgregó en barriadas en suburbios, en rancherías de chabolas y en cortijadas residenciales, en Villaverdes y Majadahondas, hasta llegar a ser metrópoli de la colza, sede de la Conferencia de Paz, corte de la especulación inmobiliaria, capital cultural de Europa, ombligo del mundo y villorrio de la humillación y la miseria.

Por acordarse, ni siquiera Manuel (llamémosle así) se acuerda ya de aquello, pero todavía muchos de los que llegamos a Madrid en los años sesenta creemos recordar muy bien esta historia fundacional de maravillas y escarnios. Podríamos recitar sin tropiezos la letra pequeña de aquellas páginas borrosas de nuestro pasado colectivo, y asegurar, sin otro riesgo que el de haberlo soñado, que en la Feria del Campo de 1962 se presentó una gallina mecánica que hablaba para explicar cómo se ponía un huevo, y lo ponía ("¡la puta!", decía en cada puesta Manuel, que no tendría entonces más de 25 años), y una vaca con una panza de plástico transparente para verla por dentro, y una casa de campo que funcionaba toda ella con un gas nuevo que se llamaba butano. Fue un veranoardiente, y Manuel andaba a la deriva, con un gorro chino de flan chino El Mandarín, incapaz de digerir de golpe tanto progreso junto, "¡La puta!", era lo único que su ofuscación le permitía decir. Y podríamos también jurar que asistimos atónitos a la difusión del leacril, del enkalene, del tervilor, de la formica y de la espuma de naiIon. Que llorábamos con Sautier Casaseca, con el Ustedes son formidables, de Alberto Oliveras, y que reíamos con Gila y con El Zorro.

Y si no nos engaña la memoria, también aquél fue el año de la talidomida, del pantalón de pata de elefante, de la inde pendencia de Argelia, de la ejecución de Adolf Eichman, del Concilio Vaticano II y, sobre todo, del bloqueo de Cuba. El bloqueo fue en octubre, y por todas partes se oía que iba a ha ber una guerra mundial. Cada 15 minutos emítían partes ra diofónicos, y entre medias po nían la Balada de la trompeta o Quiéreme muy fuerte, de Paul Anka. Alrededor de la radio nos congregábamos más de veinte personas, porque en nuestra casa había siempre gente de paso que iba llegando del pueblo en trenes nocturnos de carbón, con maletas amarradas con cuerdas y la cara sucia de carbonilla, que permanecía allí tres o cuatro noches, y que luego continuaban unos hacia Barcelona, otros para Bilbao, y los más atrevidos para Alemania o Francia. Pero casi todos se quedaban en Madrid y enseguida se colocaban de albañiles o lavacoches, a la espera de un puesto fijo en una gran emprea, y a ser posible en Electrolux. Ignoro de dónde vendría aquella obsesión mítica, pero allí se hablaba a todas horas y en un tono reverencial de Electrolux. "¿Has echado ya la instancia para Electrolux?", "pues dicen que a Fulano lo han admitido en Electrolux". Y Manuel era siempre el más animoso de todos, y el más alegre, y el que tenía una visión más optimista del futuro. Su gran ilusión era llegar a atiborrarse algún día de gambas a la gabardina, de berberechos, de calamares fritos, de langostinos, de escabeche y de todas las cosas buenas y caras que hay en este mundo. Y tendría también coche, televisión, tresillo, teléfono y nevera: "¡La puta!", decía, "¿por qué no puede ser?".

Los domingos, la casa era una fiesta, con toda aquella gente vestida de domingo y dispuesta a disfrutar de las ventajas que por todas,partes ofrecía la ciudad. Unas veces íbamos a bañamos al Jarama, otras tirábamos para el Rastro, y otras nos acercábamos por el rumbo de Alcorcón a ver si había avanzado mucho el piso que alguien (75.000 pesetas de entrada) se había comprado por allí. Durante horas mirábamos los cimientos y comentábamos lo que sería aquello cuando estuviese terminado. Y domingo a domingo y año a año vimos crecer los barrios, y llegó el día en que el horizonte era una interminable línea de bloques de la drillos entre campos yermos y humear de vertederos y chamizos. "¡La puta!", decía Manuel, desbordado por el avance ¡ni parable del progreso.

Fue aquélla una época de temblorosas esperanzas, porque, frente a las miserias del secano y la mula, las migajas que caían del gran banquete urbano e industrial nos parecían las bodas de Camacho, y además siempre había algún prodigio al que atender. El 8 de noviembre, apenas resuelto el bloqueo, nos desplazamos cerca de casa, a la calle de Francisco Silvela, a ver de cerca el garaje donde el día anterior habían encerrado a Julián Grimau, tras detenerlo al bajar de un autobús. Nos admirábamos de estar allí, en el mismo sitio del que hablaban los periódicos, y nos sentíamos importantes y protagonistas de la actualidad. "¿Qué es un comunista?", le pregunté a Manuel. "¡La puta, pues no lo sé!", contestó él. Manuel trabajaba entonces en un taller de chapa y pintura, ganaba 30 pesetas diarias y no sabía lo que era un comunista. Juraríamos que aquel año el salario mínimo era de 36 pesetas, pero un obrero casado y con dos hijos necesitaba al menos 120 para sobrevivir con dignidad.

En 1962 hubo una huelga general, un estado de excepción y muchas inundaciones por toda España. Y, como luego supe, también ese año apareció Tormenta de verano, de Juan García Hortelano, a veinte duros el volumen. Y sí, en efecto, una tormenta o un sueño de verano, efímero y evanescente, fue aquella época de la que nadie quiere ya acordarse. Es cierto que a algunos les fue mal, y que sucumbieron a la colza, al alcoholismo, al paro o a la mera nostalgia; sin embargo, Manuel fue de los que prosperaron, como debe ser, y hoy tiene 55 años y todas las cosas razonables a las que aspiró en su juventud. Pero hace poco me contaron (y todavía no salgo del asombro) que ahora abandera una patrulla cívica, de esas que andan al atardecer a la caza del magrebí, del gitano o del yonqui. "¡La puta!", es lo único que acerté a decir en ese instante.

Así que en Francfort, no sé si por el espectáculo de los pabellones o por los turcos, me he acordado de él, y de la Feria del Campo, y del bloqueo de Cuba, y de aquellos tiempos en que llegamos a Madrid huyendo de la miseria en trenes nocturnos de carbón. En el caso de que aquello no haya sido un sueño, uno se atrevería a decir que sin memoria no podrá haber piedad para los desdichados, y que no hay barbarie que en última instancia no se origine en el olvido.

Luis Landero es escritor.

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