El acosador y la provocadora
El reciente enjuiciamiento público, por parte del Senado norteamericano, de un candidato presidencial a miembro del Tribunal Supremo, acusado de acoso sexual por una antigua subordinada, ha representado, además de un dramático espectáculo de resonancia mundial, toda una lección de cómo el Poder Judicial puede someterse a la soberanía popular. Pero su veredicto final no ha gustado a todos, estableciéndose una clara división de opiniones entre quienes saludan el retroceso del puritanismo inquisitorial y quienes deploran la permisividad ante el acoso sexual. Personalmente, yo también puedo simpatizar en mayor medida con la profesora acosada que con el candidato acosador. Pero en estos asuntos resulta demasiado fácil hacer demagogia barata, y puede que las cosas no resulten tan sencillas como parecen a primera vista. Por tanto, tras pensarlo bien, y en contra de mi inicial simpatía por la acosada, creo que la decisión del Senado, al no dejarse influir por la acusación de acoso, ha resultado la más acertada.Partiré de la presunción de no inocencia del acusado: sus protestas de falsedad de la acusación, por verosímiles y convincentes que resulten, no dejan de ser necesariamente retóricas, pues todos los varones, por acción u omisión, somos acosadores sexuales en potencia, mientras no se demuestre lo contrario. Por tanto, en este caso, el beneficio de la duda no favorece al acusado, sino a la acosada. Ahora bien, presumir la no inocencia del acusado es algo muy distinto que presumir su culpabilidad, como debería deducirse si diéramos crédito a la voluntad fiscal de su delatora.
No puedo entrar, por supuesto, a discutir las pruebas concretas que afectan a este caso, pues las desconozco por entero. Pero sí afirmo que la responsabilidad por el acoso sexual sólo es culpable (es decir, punible, perseguible de oficio y penalizable) cuando se ve acompañada por acciones o coacciones que limiten la libertad sexual de la acosada: es el caso de la violación, del estrupo y del abuso de poder o de autoridad (como sucede entre nosotros con un conocido profesor que amenaza a sus alumnas con no calificarlas si no acceden a satisfacer su deseo).
Ahora bien, cuando no hay violencias ni amenazas, sino sólo acosos puramente verbales que no se traducen en acciones ni en coacciones reales, en tales casos la responsabilidad no es culpable ni por tanto punible, pues el más elemental de los derechos individuales es el de la libertad de expresión: los varones, negros o no, subordinados o no, jueces o no, tenemos legítimo derecho a expresar verbalmente nuestro deseo sexual (siempre y cuando respetemos escrupulosamente la libertad ajena de atender o rechazar nuestras expresiones o nuestras demandas), por mucho que ello pueda herir la sensibilidad casta, virginal o puritana de los oídos de las (adultas) mujeres deseadas. Y si los varones podemos ejercer legítimamente nuestro derecho a la libertad de expresión de nuestro deseo es por la misma razón que las mujeres pueden ejercer legítimamente su libertad de expresión gestual, vestimentaria o corporal eventualmente capaz de provocar el deseo masculino.
Este caso norteamericano del juez Thomas resulta estrictamente opuesto al caso español del juez de la minifalda, donde un tribunal eximió de su responsabilidad a un violador alegando que la violada le había provocado previamente mediante la incitante exhibición de sus encantos revelados bajo la falda. Lo cual resulta una falacia jurídica pues, como es lógico, las mujeres poseen el mayor y mejor derecho a expresarse corporalmente como les plazca a su libre voluntad: con falda o sin ella con elegancia o sin ella, con provocación o sin ella.
Al expresarte, verbal o corporalmente, no coartas la libertad ajena (como puede suceder cuando actúas con hechos, en vez de con gestos o palabras) y, por tanto, tienes derecho a expresarte ilimitadamente, respetando tan sólo la reciprocidad de turnos en el uso de la palabra. Otra cosa muy distinta es el juicio ajeno que merezcan tus expresiones, pues según cómo te expreses puedes quedar como un grosero, como un obseso, como un provocador o como un hortera. Pero si los demás deciden libremente reaccionar con actos a tus expresiones (y no sólo con otras expresiones equiparables), serán ellos los responsables de sus propios actos, y nunca tu supuesta provocación expresiva.
La responsabilidad por la violación de una mujer reside en los actos culpables del violador, nunca en las expresiones supuestamente provocadoras de la violada. Las personas somos dueñas de nuestros actos y debemos responsabilizamos de ellos. Por tanto, si violamos a alguien, la responsabilidad es nuestra, al decidimos libremente a ejecutar y consumar la violación: nunca de las expresiones supuestamente provocativas de la víctima; que nos hubieran sugerido imaginariamente la posibilidad de violarla. Al igual que no hay palabras mágicas capaces de abrir la puerta de la cueva de Alí Babá, tampoco las expresiones provocativas son capaces de provocar automáticamente las violaciones, pues hace falta un actor que se decida a actuar, y que asuma la responsabilidad personal de sus propias acciones. A fin de cuentas, contra el vicio de querer provocar está la virtud de no dejarse provocar: y si alguien (adulto) se deja provocar, la responsabilidad será sólo suya, y no del que pudiera haberlo querido provocar.
Pues bien, mutatis mutandis, lo mismo sucede con casos como el del juez Thomas, dan do por supuesto que se trate de un acoso sexual de naturaleza exclusivamente verbal. Si las mujeres se expresan provocativamente con sus gestos o sus atuendos (como las minifaldas), los varones nos expresamos provocativamente con nuestras palabras: piropos, obscenidades, incitaciones y requiebros. Pero no hay nada culpable ni punible en expresarse provocativamente con gestos, con atuendos o con palabras. Antes al contrario, siempre debe protegerse jurídicamente el ejercicio del derecho a expresarse aunque sea provocativamente, pues ello constituye el suelo (o nivel cero) sobre el que se edifica toda la libertad de expresión.Al igual que el que una mujer exhiba sus piernas ante un hombre no determina el que éste tenga que violarla, tampoco el que un hombre le exprese verbalmente su deseo a una mujer determina el que ésta tenga que escucharle, ni mucho menos plegarse a él. Por el contrario, es libre de ignorarle, de acceder o de negarse (si no intervienen otras coacciones físicas o institucionales), pues contra el vicio de pedir está la virtud de no dar. Otra cosa es que el acosador resulte un impertinente, un machista o un grosero. Igual que muchas mujeres, usuarias de minifalda o no, al tratar de parecer provocativas sólo resultan unas exhibicionistas, unas busconas o unas horteras. Pero tampoco hay nada punible en ello, puesto que a nadie se causó daño alguno, ni se le priva de libertad personal.
En suma, el acoso sexual, mientras sea exclusivamente oral (y no se imponga coactivamente la obligación de escuchar o atender su expresión verbal), es un caso típico de delito sin víctima, que sólo perjudica a aquél que lo ejecuta, al hacer que parezca un chulo, un enfermo o un patán. Pero, tras su manumisión, el Tío Tom adquiere pleno derecho a su libertad de expresión, por rijoso, primitivo, descortés, animal o maleducado que resulte. Felicitémonos, por tanto, de que, por una vez, los senadores norteamericanos, resistiendo su hasta ahora invencible compulsión represora y puritana, no hayan caído en la tentación demagógica de censurar y castigar al pobre juez Thomas por su inofensiva manía de hacer el ridículo con expresiones inoportunas.
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