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LA DESAPARICIÓN DE ROBERT MAXWELL

El fin de un coloso

La inesperada muerte del editor británico sobrecoge hasta a sus peores enemigos

Enric González

Genio y figura hasta el final. La noche londinense estaba ayer iluminada por miles de hogueras y el cielo rebosaba de col ores y estruendo. Robert MaxweIl murió en la festividad de Guy Hawkes, la fecha en que los británicos se entregan a la magia del fuego. Bajo los cohetes, el edificio MaxweIl -hasta ayer capital de su imperio periodístico- estaba silencioso. Un policía en la puerta, reporteros en la entrada y un espeso estupor. MaxweIl no era un hombre querido por la gente, pero, como la de los emperadores, su muerte sobrecogió incluso a sus peores enemigos.

Dentro del edificio MaxweIl y de los bloques adyacentes, donde se albergan todos los periódicos del grupo, se preparaban las luctuosas primeras páginas de hoy. Muerte de un coloso era uno de los titulares que, provisionalmente, barajaba el DaLy Mirror. "Fue un coloso, y hay que ser muy cobarde o muy estúpido para no admitirlo", comentaba Jonh Phiens, uno de los redactores del Mirror, uno de los pocos que confesaba públicamente su admiración por el fallecido magnate. "Se hizo cargo de un grupo en quiebra y lo convirtió de nuevo en un gran negocio", añadía. "Fue el hombre más grande que he conocido".En el cercano White Hart (Ciervo blanco) uno de los pub en el que se reúnen los periodistas del Mirror y el European, las opiniones eran considerablemente distintas. "De todos los grandes bastardos de Fleet Street [la calle histórica de la prensa londinense fue el peor", mascullaba uno de los parroquianos mientras sorbía su cerveza. Quienes no guardan buen recuerdo de MaxweIl se cuidaban ayer muy mucho, obviamente, de declararlo en público con su nombre y apellidos. Entre otras cosas, porque los hijos de MaxweIl son los nuevos jefes.

Empleos en peligro

Pero aunque algunos quisieran alegrarse -alguien canturreaba entre dientes la canción Some where beyond the sea (En algún lugar más allá del mar), el ambiente no era festivo. Más bien al contrario. Por una vez, no había música en el local. Y la pregunta constante, reiterada entre la enumeración de anécdotas del difunto, se refería al futuro. Y ahora, ¿qué? MaxweIl dejó, al caer al océano, un vastísimo imperio corroído por las deudas. De cada 100 libras, que se ingresan, 70 deben ser destinadas a pagar intereses bancarios. Las pintas de cerveza que se consumían en el White Hart debían tener el regusto amargo del puesto de trabajo en peligro.

Cuando, a primera hora de la tarde, los empleados del Mirror habían sido reunidos urgentemente, todos sospechaban que se trataba de una mala noticia. Esperaban ser informados sobre la venta del grupo, sobre una reducción de plantilla, o incluso sobre una suspensión de pagos. La asamblea sindical convocada para ese mismo momento, en torno a las acusaciones de espionaje formuladas contra Robert MaxweIl, fue precipitadamente suspendida para acudir a la gran sala donde el directivo Charles Wilson leyó un breve mensaje. El gran jefe había desaparecido en el mar. Tras la lectura, un comentario: seguramente había muerto. Tras el comentario, la perplejidad.

Como a la muerte de William Randolph Hearst -el Ciudadano Kane de Orson Wells- flotaban en el aire miles de preguntas. ¿Cómo llegó a ser tan grande? ¿Qué sucederá ahora? El australiano Rupert Murdoch, el otro gran magnate de la prensa británica, el otro R. M., mortal enemigo de MaxweIl desde que en 1968 ambos toparon en la puja por el diario The Sun -que se llevó Murdoch-, emitió ayer un lacónico comunicado para lamentar la desaparición de "un hombre notable". Tal vez vio cómo el periodista que informó del suceso en Sky News, su propia cadena de noticias ininterrumpidas vía satélite, tenía lágrimas en los ojos.

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