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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un romántico tenebroso

Desde el pasado día 10 de octubre, y hasta el 6 de enero de 1992, permanecerá abierta en las salas del Grand Palais, de París, la exposición del pintor romántico francés Théodore Géricault (Rouen, 1791-París, 1824); una muestra, pues, conmemorativa del segundo centenario del nacimiento de este artista precozmente fallecido a la edad de 32 años y 4 meses, pero cuyo vigoroso talento dejó una honda huella en sus contemporáneos, que transformaron su memoria en un asunto mítico. Precisamente esta dimensión legendaria, que envolvió a Géricault desde su prematura muerte, ha sido también la causa de las no pocas brumas que envuelven su pintura, a la vez que hacen particularmente aconsejable que se haya aprovechado la efemérides para montar una ambiciosa muestra que quizá ayude a disiparlas.Dividida en cinco secciones -Formación y primeras obras, Italia, Los retratos, Los paisajes y Del caso Fualdès a los retratos de locos-, esta exposición reúne 309 obras, no todas evidentemente cuadros, pues el catálogo de óleos conservados del pintor asciende a unos 250, ni tampoco, exclusivamente suyas, ya que se han añadido algunas significativas de los que fueron sus maestros y otras de carácter testimonial. Con todo, se trata seguramente de la retrospectiva más completa entre las realizadas hasta el presente, a pesar de no contar con la que quizá es su pieza más popularmente conocida, la descomunal del Naufragio de la Medusa, cuyas monumentales dimensiones -¡cinco por siete metros!- imposibilitan su traslado desde el, por lo demás, no lejano Louvre.

Théodore Gericault

Grand Palais. París. Hasta el 6 de enero de 1992.

Pero volviendo sobre lo que estábamos comentando antes, parece que ha llegado el momento de esclarecer la obra de Géricault en el doble sentido de hacer una valoración crítica ajustada sobre su significación y méritos, pero también de hacerla accesible al gran público, la mayor parte del cual no la conoce o tiene una visión muy deformada. En este sentido, mencionaba al principio la interferencia de la proyección legendaria que, envolviendo la vida del héroe romántico, nublaba quizá el sentido histórico de su pintura, mas, al hacerlo, no dejaba de tener dudas, las dudas que surgen cuando precisamente, escritor o pintor, debemos enfrentarnos con un romántico que siente.y vive como tal; esto es: alguien que hace de su propia existencia un asunto artístico.

Mil cuitas anecdóticas

Tal fue, sin ir más lejos, el caso de Byron, como lo fue, asimismo, el de Géricault, ferviente admirador del poeta inglés, y voluntariamente enredado en mil cuitas anecdóticas del más fuerte sabor: amores incestuosos, padre de hijo ilegítimo, duelos, viajes constantes, rebeldía provocadora, amor por el riesgo, dilapidación de energía física y, sobre todo, insaciable y tenebrosa ansiedad. ¿Se puede acaso separar todos estos componentes biográficos de la obra pintada? ¿Habría Géricault pintado lo que pintó y de la manera que lo hizo sin esta personalidad y las circunstancias que le rodearon?No es que pictóricamente no se pueda trazar la genealogía exacta de su estilo y asimismo explicar la razón del impacto causado entre algunos de sus mejores colegas contemporáneos, como Delacroix, pero, a diferencia de éste, cuya modernidad finalmente consistió en el precoz entendimiento pictórico del uso de los colores complementarios, el impulso creador de Géricault es fundamentalmente poético. Una poética, eso sí, que celebraba la energía animal, la fatalidad de las pasiones en su verdad última del ensimismamiento enajenado -el yo poseído por el ello un siglo antes del doctor Freud- y la complacencia ante el brillo sensual de las superficies, fueran uniformes militares de coraceros o torsos desnudos de náufragos patéticos.

Discípulo de Bouillon y Guerin, davidianos de terciopelo y cristal, el impertinente y pendenciero joven Géricault, al que el superintendente de los museos imperiales, Vivant Denon, prohibió definitivamente el ingreso en el Louvre, donde había organizado más de una algarada, supo elegir sus verdaderos maestros en Tiziano, Rubens, Rembrandt y el mismísimo Caravaggio, de todos los cuales hizo copias, como, asimismo, las hizo -y esto no puede pasarse por alto- de Rafael, Poussin o Le Sueur. Nada, sin embargo, que le impresionase tanto como el barón Gros, ese cronista de las gestas napoleónicas que curiosamente siguió encandilando a Balzac. Puestos a buscar paralelismos literarios, Géricault tuvo que ver más, fondo y forma, con los personajes de Stendhal y, en particular, con Julian Sorel, de Le rouge et le noir.

Hazañas bélicas

El rojo algo terroso y el negro de los betunes, todo ello salpicado de los brillantes reflejos de unas pinceladas blancas nerviosamente dadas alla prima, como si los cuerpos debieran refulgir con la luminosidad espectral con que los metales se encienden en la oceánica noche eléctrica gracias al fuego de San Telmo, Géricault es una criatura atrapada entre Napoleón y la restauración borbónica, alguien, así, pues, que sabe demasiado de hazañas bélicas y cambios súbitos de fortuna como para conformarse con el bajo perfil de una vida provinciana marcada por el orden consuetudinario.Desde esta perspectiva no es extraño que su composición escenográfica no pase del teatral dinamismo barroco, ni que sus figuras no superen la vibración contráctil de las de Miguel Ángel, así como su interpretación del color no sea más que el de una paleta rubensiana restregada por negros transparentes de bistre y sepia, pero el bagaje de toda esta retórica suntuosa no enterraron en él ni la melancolía tenebrosa ni, aún menos, la sensibilidad excitada por los detalles naturalistas. En este sentido, lo principal de su viaje al Reino Unido se debe tanto a la fascinación por el poder expresivo de los mundos y los submundos -las carreras de caballos, las ejecuciones públicas y el Londres obrero-, como su admiración ante una figura como Constable.

Como el arribista Julian Sorel, pictóricamente también Géricault fue, sobre todo, un ser desconcertado, que no es capaz de superar sus contradicciones sino mediante su propia inmolación. También, como Sorel, es un pintor dominado por el ritmo, un danzarín o jinete que no se para hasta que se le quiebra el espinazo. Que se muriera a causa de las heridas malcuradas de impenitente jinete bien pudiera ser la consecuencia postrera de un frenesí, erróneamente interpretado si se separa de su modo de pintar, como si Géricault hubiera cogido alguna vez su pincel de forma distinta como pretendía manejar su fusta y brida, como si se le hubiera escapado alguna vez la mirada Introspectiva de un loco.

Que Géricault siga aguantando nuestras analíticas contemplaciones, como ha ocurrido en la exposición que da pie a nuestro comentario, quizá hacernos reflexionar sobre los orígenes románticos de nuestra sensibilidad contemporánea, tan marcada por la ansiedad como lo estuvo la de este joven de muy corta vida. Esa es, al fin y al cabo, la poética romántica antes de, que Delacroix descubriera que las sombras no eran más que una combinación de amarillos y malvas, seguramente impulsado por la ejemplar y fascinante energía desmedida, y muy pronto dilapidada, de Géricault, el trágico protagonista de un cambio de mundos.

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