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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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La Iibertad y la igualdad

Mario Vargas Llosa

Si en la defensa de la democracia la opción liberal tiene coincidencia plena con los socialdemócratas, el socialcristianismo y los partidos conservadores no autoritarios, sus diferencias con ellos tienen que ver sobre todo con el mercado, en el que todas estas corrientes justifican distintos grados de interferencia estatal -para contrarrestar las grandes desigualdades- en tanto que el liberalismo cree que mientras más desinhibido funcione, más pronto se derrota a la pobreza y se logra, sobre bases más firmes, la justicia social.Justicia social no quiere decir igualitarissmo desde la perspectiva liberal. Desde la socialista, en cambio, muchas veces, sí. Los liberales sostienen que la justicia social consiste en crear igualdad de oportunidades para cada ciudadano a la hora de entrar en aquello que designa la terrible metáfora: la lucha por la vida. Pero no creen que la igualdad deba significar un mismo punto de llegada, es decir, igualdad de ingresos y de patrimonio. Y no lo creen porque esa forma de igualitarismo significa siempre una forma más profunda de injusticia y sólo se alcanza con el sacrificio de la libertad.

Pero una cosa es la desigualdad económica que resulta de las diferencias de esfuerzo y de talento en una limpia competencia y otra la que deriva de la discriminación y el privilegio congénitos a un sistema, como es el caso de los países latinoamericanos. Entre nosotros, la igualdad de oportunidades es muy difícil de alcanzar, pues para llegar a ella hay que reformar de pies a cabeza arraigadas instituciones y costumbres.

¿Cuál es el camino más corto para lograrlo? No hay una receta única, y en esto, como en muchas otras cosas, los liberales defienden tesis distintas y a veces incompatibles. Naturalmente, la educación es la herramienta básica. Algunos liberales sostienen que debería ser totalmente privada y otros que debe seguir existiendo una enseñanza pública. En realidad, lo importante es que el sistema educativo sea tal que todos tengan acceso a él y que las diferencias de fortuna y posición social no determinen de manera automática que unos jóvenes reciban una formación sólida y otros una deficiente. Eso es lo que ocurre ahora y ésa es una de nuestras peores injusticias: el joven acomodado logra una educación muy superior al de familia de modestos ingresos. Ello establece de entrada, en la vida, una desventaja casi siempre insalvable para este último.

Sin embargo, una reforma del sistema educativo que abra a todos la posibilidad de una formación de alto nivel no es suficiente para crear aquel mismo punto de partida en cada generación. Y no lo es porque, en países como Perú, Bolivia o Nicaragua, las desigualdades son tan enormes que, en la marginación y postración en que se encuentran, los pobres difícilmente podrían aprovechar de manera cabal aquella oportunidad educativa si se les brindara.

Para ellos, igualdad de oportunidades sólo puede significar reforma económica y social. Esto lo entienden los socialistas -y a veces muchos socialdemócratas y socialcristianos- en el sentido de redistribución de la propiedad existente. Para la doctrina liberal, esto es inaceptable, pues para ella la propiedad privada es la encarnación misma de la libertad, de la soberanía individual, de la independencia del individuo frente al poder. Si ella es atropellada, un centro neurálgico de la democracia es malherido.

Pero precisamente por esa importancia crucial que la propiedad privada tiene para la salud democrática de un país, ninguna sociedad en la que -como ocurre en América Latina- esté concentrada en poquísimas manos puede ser de veras democrática. La solución no está en abolir la propiedad privada, sino en extenderla, en facilitar el acceso a ella a sectores cada vez más amplios, de manera que más y más ciudadanos adquieran a través de ella un sentido concreto y estimulante de su libertad.

Hay liberales irreductibles para los que este proceso debe ser tarea exclusiva del mercado. Otros creemos que en países donde la desigualdad económica es tan atroz como en los nuestros, el mercado tardaría siglos en poner la propiedad privada al alcance del mayor número. Y que un Gobierno liberal puede acelerar aquel proceso de muchas maneras. Por ejemplo, privatizando las empresas públicas con un criterio social, es decir, dando todas las facilidades y preferencias para su adquisición a empleados, obreros y, en general, a los ciudadanos de menores ingresos. Hay muchas otras. La privatización del seguro social en Chile -la llamada reforma provisional que impulsó José Piñera- ha sido una de ellas, y muy exitosa.

En todo caso, si hay una razón o circunstancia que justifique una transitoria intervención del Estado en la vida económica es ésta: la difusión de la propiedad privada. Porque sólo cuando ella, en forma de bienes o de acciones, se haya multiplicado hasta alcanzar a la inmensa mayoría, se habrán echado las bases de aquella igualdad de oportunidades que, aunque muchos lo olviden, es, como la libertad, meta constante de la doctrina liberal.

Para una versión estereotipada -pero muy extendida-, liberalismo quiere decir capitalismo y mercado y nada más. En verdad, antes de eso, quiere decir libertad económica y política, propiedad privada e imperio de la ley. De esto último casi nadie se acuerda, y, sin embargo, de John Stuart Mill y Adam Smith a Popper, Hayek y Raymond Aron, entre tantas posiciones que los separan, probablemente en la única en que coincidan totalmente sea ésta: que el requisito indispensable para que funcione el mercado es la existencia de un poder judicial eficaz, independiente y probo al que pueda recurrir el más humilde de los ciudadanos con la seguridad de que se le hará justicia. La grandeza del Reino Unido en el siglo XIX se debió, más que a sus capitanes de industria y a sus exploradores y soldados, a esos jueces tocados de pelucas ridículas que fueran enseñando al pueblo que la ley regía lo mismo para pobres y ricos y que un tribunal podía sancionar al poderoso ni más ni menos que al modesto y reparar las grandes y las pequeñas injusticias.

Para que la libertad económica no signifique que los lobos tienen derecho a comerse a los corderos debe haber leyes justas y, más importante todavía, jueces justos; jueces capaces de resistir las presiones del poder político y las tentaciones del poder económico y las amenazas del poder militar y las del revolucionario y terrorista; jueces conscientes de que sobre ellos pesa la inmensa responsabilidad de crear, en cada caso contencioso, esa igualdad de que hablan las leyes y que sin una justicia eficiente es letra muerta.

Tal vez en ningún otro orden como en el del juez está América Latina tan lejos de ser de veras democrática. Porque en nuestros países el poder judicial es casi siempre una caricatura. Instrumento de quienes gobiernan y corrompido hasta los tuétanos, a menudo los tribunales subastan sus fallos, entronizando de este modo una forma de discriminación tanto o más grave que las que las difrencias de fortuna establecen en otras áreas. Y la escasa o nula capacitación de muchos magistrados, sumada a la lentitud pavorosa de los procesos, hace que el poder judicial sea, en vez de vehículo de la justicia social, uno de los más crueles instrumentos de la opresión del débil por el fuerte.

Reformas tan profundas como las que América Latina necesita en la economía, en la educación, en la justicia, simplemente no serán posibles sin una reforma de ese complejo sistema de hábitos, conocimientos, imágenes y formas que llamamos la cultura. La cultura en la que hoy vivimos y actuamos no es liberal ni siquiera del todo democrática. Tenemos Gobiernos democráticos, pero nuestras instituciones y nuestros reflejos y mentalidades aún están lejos de serlo. Siguen siendo populistas u oligárquicos, o absolutistas o colectivistas o dogmáticos, mechados de prejuicios sociales y raciales, intolerantes para con el adversario y amantes de las verdades absolutas, es decir, de una de las peores formas del monopolio: el de la verdad.

Liberal y liberalismo es lo contrario de todo eso. Es tolerancia, creer en la relatividad de las verdades, estar dispuesto a recti icar el error y a someter siempre las ideas y las convicciones a la prueba de la realidad. Por eso el liberalismo es una filosofía, una doctrina, no una ideología (y Ludwig von Mises creía que tampoco podía ser patrimonio de un solo partido, más bien una atmósfera que Impregnara toda la vida política). Porque la ideología es una forma dogmática e inmutable de pensamiento -algo que tiene más de religión que de ciencia-, y la filosofía liberal, además de pluralista, es también cambiante, algo que se moderniza y perfecciona con los avances del conocimiento y la experiencia.

Esta opción no es moderada: es radical. Pues si no va a la raíz de los problemas, a solucionarlos allí donde ellos nacen, la solución será efímera, como lo han sido todas las que hasta ahora han pretendido sacar a América Latina del subdesarrollo. En ciertas democracias avanzadas, que han recorrido un largo camino en la reforma de la sociedad, el liberalismo adopta inevitablemente un cariz conservador, pues allí se trata también de preservar lo ya ganado, de conservar -por ejemplo- una tradición firme de parlamentarismo y libertades civiles. Pero para el continente de las esperanzas siempre postergadas, donde el desafío consiste en reemplazar la sangre, muerte, demagogia, corrupción y prepotencia que han imperado casi siempre en la vida política por ideas, creación, pluralismo, libertad económica y legalidad, la alternativa liberal supone una revolución.

Copyright Mario Vargas Llosa. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1991.

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