No disparen contra el pianista
De las películas del Oeste me gustaban, sobre todo, dos cosas: las puestas, de sol con el bueno alejándose a caballo y el. pianista del saloon. Sobre la cabeza de este personaje había un cartel en inglés que -luego lo supe- decía: "No disparen contra el pianista". Pero el pianista moría casi siempre. El pianista era un ser indefenso, desarmado. Sólo tenía su piano y una jarra de cerveza sobre la tapa de madera.Yo siempre he estado con el pianista. Pero a veces me he sentido pistolero. Como cuando Mijaíl Gorbachov pronunció su primera rueda de prensa tras el golpe de Estado en la todavía Unión Soviética. Y recuerdo la amargura con que decía que a él no le molestaban las críticas, "sino la falta de argumentos con que se me hacen. Acepto que se me critique con razones. Pero ustedes acusan muchas veces sin argumentar sus ataques". Es el pistolero disparando contra el pianista. Los disparos sin razón, sin argumentos.
Las quejas de Gorbachov podría firmarlas cualquiera de nuestros hombres públicos. Hemos hecho de nuestra profesión algo más mortífero que un Colt 45. Un arma letal que en demasiadas ocasiones la manejamos gente cuando menos bastante inexperta. Posiblemente porque el periodismo está perdiendo lo que tan bien definía Han Magnus Enzensberger en una entrevista que apenas tenía desperdicio. "Recuerdo", afirmaba, "cuando había respeto por la palabra impresa". "El periodismo", afirmaba, "depende de un mercado de masas que, en cierto modo, va en busca de la tirada. Pero ese tipo de éxitos también se paga en cuanto a credibilidad, respeto, etcétera".
Es verdad que el periodismo, aquí y ahora, ha perdido una buena parte de respeto y credibilidad. Y son varios los factores que han convertido una hermosa profesión en una actividad, cuando menos, temida. Nos hemos convertido, tal vez sin buscarlo, en odiados pistoleros, cada vez más y más rápidos, y cada vez, también, menos justos.
Tampoco es que seamos los únicos culpables. Las empresas informativas han tenido mucho que ver con este encanallamiento de la profesión al ir perdiendo, cada vez más deprisa, la función social de su actividad empresarial. Y no es que las empresas de comunicación no hayan de tener como primer objetivo el beneficio, lo malo es que se antepone a cualquier criterio de honestidad el de la rentabilidad del producto. Casi el único baremo que se utiliza para medir la excelencia profesional es el de la difusión, independientemente de que ésta se consiga con el escándalo, las verdades a medias o la mentira sistemática. Es una forma de enfrentarse a una competencia que cada día se muestra más dura.
Los periodistas se han visto acosados entre las exigencias de sus empresas para ofrecer el scoop, rápido y a cualquier precio, y las presiones del poder -político o económico- intentando controlar la información en su propio beneficio.
Paralelamente, y tal vez como consecuencia de, esa ansiedad informativa del profesional de los medios, se ha ido produciendo una falta de conexión entre los periodistas y la gente de la calle. Al venir mediatizadas por las presiones de la empresa y el poder, las preocupaciones de unos y otros no son las mismas. No se trata ya de que el periodista vaya un paso por delante de la sociedad y ayude a ésta a reflexionar sobre los problemas cotidianos -ésta sería al fin y al cabo una de sus funciones-; por el contrario, se trata de una palpable incapacidad de la clase periodística para interpretar cuáles son los auténticos intereses de los ciudadanos. De ello hemos tenido un buen ejemplo en la reciente crisis- independentista. Mientras los medios de comunicación situaban como primera preocupación este debate, la gente de la calle en las comunidades afectadas se mostraba mayoritariamente indiferente ante la eventualidad de un independentismo sólo caliente en las páginas de los periódicos.
Alejamiento de la sociedad
Este alejamiento entre los profesionales de la información y la sociedad tiene su reflejo en unos medios que están repletos de mensajes crípticos, sólo para iniciados, que rezuman intereses personales, pequeñas o grandes vilezas, ajustes de cuentas -en muchos casos con un trasfondo económico inconfesable- entre la misma clase periodística. Son informaciones sin apenas interés para el hombre de la calle, que se ve obligado a asistir a un espectáculo ajeno y bochornoso entre quienes, al menos en teoría, deberían informarle con objetividad y rigor.Lo más grave es que esta falta de conexión con la sociedad ha ido crispando cada vez más la relación entre unos y otros. Y como respuesta lo único que se nos ha ocurrido a los periodistas ha sido convertir nuestros medios de comunicación en cotos cerrados. Nos hemos encastillado tras murallas de letra Impresa para contestar a cualquier crítica con los más feroces ataques. Nuestros lectores o nuestros oyentes son, al final, la excusa para la exposición de nuestro muy peculiar análisis de la realidad: la autocomplacencia.
Se es más injusto cuanto más poder se tiene. Y los periodistas no hemos sido un ejemplo ni de humildad, ni de ecuanimidad. Tal vez porque, a diferencia de otras profesiones, hemos tenido el enorme poder de la comunicación en nuestras manos. Y nos hemos enfrentado a la sociedad con la soberbia del Colt 45. Bien es verdad que suelen disparar más quienes menos razón tienen, y quienes en el pasado más se distinguieron por seguir obedientemente las consignas del poder. Los que más han contribuido a hacer del periodismo un muestrario de bajezas. Y han utilizado, alegremente, la ley de Lynch, sin soga pero con imágenes equivocas, titulares engañosos, verdades a medias.
Y no vale justificar los linchamientos argumentando que los agredidos pueden acudir a los tribunales de justicia en busca de una reparación que casi siempre es imposible. Sólo les queda, como mucho, la rectificación en la sección de Cartas al Director, la resignación cristiana o esperar pacientemente el olvido. Vamos que, así las cosas, yo prefiero estar con el pianista.
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