_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Opereta nacional

Fernando Savater

¿Recuerdan ustedes cómo empieza La viuda alegre, la célebre opereta vienesa de comienzos de siglo? La primera acotación de su libreto establece: "La acción transcurre en un país imaginario de Centroeuropa llamado Pontevedra". En su día, la cosa hizo reír bastante por estos pagos, pero ahora se ha convertido en el más serio de los lugares comunes: no pasa día sin que oiga uno a alguien asegurar que vive en un lugar imaginarlo del Báltico llamado Tarragona o en un rincón balcánico llamado Bermeo. Todo nacionalismo tiene mucho de opereta, por lo menos en sus mejores ratos: lo malo es cuando por culpa de unos o de otros se convierte en tragedia. Lo que más choca de los nacionalismos, cuando se los mira con ojos cándidos, no es que prefieran la nación al Estado, sino que no vean en la nación más que un medio para llegar al Estado. Puede que los Estados-nación estén en decadencia, como con sabias razones argumentan algunos, pero desde luego no será por culpa de los nacionalismos, que -fieles a sus orígenes históricos- siguen siendo estatistas por fervor intacto. De hecho, ya nadie tiene verdadero entusiasmo por el Estado y parafernalia simbólico-administrativa salvo los nacionalistas. La dimensión cultural, romántica, incluso mística que el concepto de nación pueda tener son simples trámites que a nadie satisfacen de veras salvo como pasos para llegar al Estado propio, la mayoría de edad nacional. Cuando un nacionalista habla de voluntad de ser se refiere a la voluntad de ser Estado (porque el otro ser, el nacional que haya nacido siendo, no parece requerir especial fuerza de voluntad); cuando se dice que hay que recuperar la propia identidad, a lo que se alude es al documento nacional de identidad o, en su defecto; al pasaporte.

Nada de raro tiene esto, porque en la nación (como tradición cultural o memoria colectiva) no hay cargos públicos ni selección de mandos, mientras que en el Estado sí; de lo que se trata es de legitimar nuevas jefaturas. En sí misma, esta pretensión nada tiene de reprochable, pues casi todos los Estados en los que vivimos los europeos han nacido de modo semejante. Lo peligroso sería que este entusiasmo por los orígenes hiciera olvidar ciertas lecciones escépticas propiciadas por la historia política: por ejemplo, que los Estados, convenciones administrativas surgidas del enfrentamiento de los grupos humanos, volvieran a ser soñados como emanaciones naturales de entidades platónicas llamadas pueblos, cuyo perfil unánime les preexiste. 0 que se llegue a creer que los Estados, para ser como es debido, deben refrendar la uniformidad de lo idéntico (en lengua, etnia, creencias o hábitos) en lugar de armonizar con mayor o menor conflicto lo diverso (no debe haber en el mundo otro Estado estrictamente monolingüe que Islandia, y eso porque allí todas las lenguas llegan "pasadas por agua", como diría Bergamín).

De todas formas, tampoco hay que dramatizar demasiado el prurito antinacionalista, actitud que puede encubrir el apoyo ultramontano a otro nacionalismo rival: lo peor es que un nacionalista hace ciento en su contra, como dicen que pasa con los locos. Después de todo, el respeto a la libertad de los ciudadanos incluye acatar también su derecho pacífico a desanudar ciertos lazos institucionales, si están dispuestos a correr con los riesgos y costes de la operación y se respetan los derechos de los demás. En los países del este de Europa, de lo que se trata es de salir como sea de un totalitarismo cuyo camino de regreso nadie sabe demasiado bien cómo se anda: la ideología nacionalista viene a llenar el hueco perdido de cohesión social, a falta de cosa emotivamente fiable más a mano. En el Estado español, los nacionalismos son especialistas en amagar y no dar; qué digo no dar: en amagar y cobrar. Puede que a medio plazo una salida federal fuese aconsejable, aunque hay que recordar que el federalismo sólo funciona donde es flexibilización de la lealtad a la unión y no excusa que la autoafirmación desafecta. En todo caso, siempre tendremos que convivir con nacionalismos de un tipo u otro, porque nunca ha de faltar, como dijo Albert Cohen, "esa buena gente que sólo se siente a gusto junta detestando a otros", o a lo que de otro hay en sí mismos, añado yo.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Pero en el fondo de la cuestión subyace que el nacionalismo se propone como oferta política en la quiebra de otras o en su ausencia. Es bastante lógico que la iglesia apoye el nacionalismo hoy, porque implica aparentemente cierto tradicionalismo misticoide frente a otras ideologías estatistas más laicas. Hace dos siglos, cuando el nacionalismo era revolucionario, se opuso a él y apoyo el tradicionalismo monárquico de los viejos reyes por la gracia de Dios, pero ahora su posible clientela -sobre todo al este de Europa- ha cambiado de signo. Su olfato en estos casos nunca falla. Sin embargo, lo importante es preguntarse qué ideas políticas practicables de signo progresista, de izquierdas o como se prefiera decir, pueden contrarrestar no sólo los peores ímpetus nacionalistas, sino también los racismos, integrismos religiosos o puritanos, autoritarismos políticos de nuevo cuño, etcétera.

De poco sirve enfadarse con quienes se regocijan ante el final del comunismo marxista realmente existente y empeñarse en proclamar que el afán de justicia o la inquietud social no pueden ser ahogados por el cinismo egoísta: como si el comunismo fuese "un afán o una inquietud" y no una determinada forma de interpretación y organización de lo social (a menudo, por cierto, más compatible con el cinismo que con la Justicia, según hemos visto). La actitud intelectual de ciertos huérfanos del naufragio marxista recuerda aquel viejo cuento judío. El rabino de Cracovia anuncia un día a su parroquia que ha tenido una visión, según la cual, el rabino de Varsovia ha muerto. Los feligreses se maravillan de tan destacada clarividencia, hasta que algunos viajeros traen la noticia de que el rabino de Varsovia goza de envidiable salud. Para acallar las risitas de los impíos, los más devotos claman con rabia: "Sí, pero... ¡menuda visión vamos a perder!".

Sin embargo, los comunistas españoles o de otros países europeos que se niegan a unir su suerte a los aborrecidos soviéticos tienen también cierta razón.

No en todas partes la hoz y el martillo han sido hez y martillo. En países como el nuestro, el comunismo ha resultado muy positivo en la lucha por conseguir determinadas libertades civiles y garantías sindicales irrenunciables. La verdad es que el comunismo ha funcionado bastante bien en los países capitalistas; donde ha ido fatal ha sido en los países comunistas. Como corrector y encauzador del capitalismo moderno son indudables sus logros, tanto como nefasta es su pretensión de alternativa colectivista al mercado. Lo malo es que esas conquistas parciales, en las que han colaborado comunistas y socialistas con otros movimientos de izquierda, siempre han ido encuadradas en el marco milenarista de la enmienda a la totalidad del capitalismo, su superación y, por tanto, el apoyo explícito o a contrario a dictaduras comunistas aborrecibles, sobre todo en el Tercer Mundo. En España, por ejemplo, la política interior de los comunistas suele ser mucho más acertada que la exterior: ciertos atavismos que resurgieron durante la guerra del Golfo o aparecen con el caso de Cuba demuestran que en este sentido las cosas no han cambiado demasiado.

Ni el comunismo ni el socialismo son mejores que el capitalismo, por la misma razón que el Alka-seltzer no es mejor que el sistema digestivo. Lo cual no le resta utilidad al Alka-seltzer o a cualquier otro estomacal aún más perfecto que podamos inventar. Una izquierda capaz de rescatar libertades y garantizar derechos es tan necesaria como siempre; una izquierda que asuma el reto de la mundialización efectiva de la economía de mercado pero que luche porque se vea acompañada en todas partes del desarrollo político y social alcanzado en los países más privilegiados. Una izquierda que vea ante todo en la justicia no el igualitarismo obsesivo sino la erradicación de la miseria, el hambre y la ignorancia; una izquierda con músculos más realistas y con menos letanías hipocritonas para salvar el alma y mejorar el currículo. Quizá buscarle un nombrecito menos comprometido que comunismo vaya siendo buena idea...

Fernando Savater es catedrático de Ética de la Universidad del País Vasco.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_