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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una vergüenza

EN EL juicio por el asesinato de seis jesuitas y dos sirvientes en la Universidad Centroamericana de San Salvador no sólo no se han desvelado los aspectos más siniestros de la trama de la cúpula militar y política en la que se originó la decisión de proceder a la matanza; ni siquiera han sido castigados todos los autores materiales y confesos del hecho. Los aspectos formales de la vista, caracterizados por el más ridículo histrionismo, han sido un buen ejemplo de hasta dónde puede llegarse en la exhibición de la hipocresía colectiva.Pero, aparte de sus ribetes de bufonada, la sentencia es reveladora del estado moral en que se encuentra la sociedad salvadoreña. Un país tradicionalmente controlado por unas cuantas familias (14, en este caso) que se apoyan en el Ejército para defender sus privilegios escudándose en el hecho de ser "un bastión anticomunista" no puede tolerar que en su seno funcionen impunemente unos sacerdotes que propalan un mensaje de justicia y reivindicación. Nada hace pensar que el axioma no siga vigente hoy.

Murió en 1980 Óscar Romero, el arzobispo de San Salvador, de un disparo en el corazón mientras celebraba misa; las mismas manos ordenaron y ejecutaron la matanza de Ignacio Ellacuría y sus compañeros. El Ejército salvadoreño es culpable, y lo son quienes amparan sus desmanes. Lamentablemente, 12 años de guerra civil no parecen haber alterado estos presupuestos. Es notable que el principal observador español en el juicio haya sido el subsecretario de Asuntos Exteriores, Máximo Cajal, que, como embajador de España en Guatemala, fue, en la quema de su embajada en 1980, víctima de la misma mentalidad y violencia.

El desarrollo del juicio en El Salvador y la posterior sentencia son la prueba más clara de las intenciones verdaderas de un Ejército que acaba de firmar el final de una guerra civil con el compromiso solemne de reducir sus privilegios y avanzar por la senda de la democracia y de la pacificación del país. El Gobierno de Washington (del que depende la reanudación de una ayuda que ha hecho posible tantos horrores) hará bien en tomar buena nota de todo ello.

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