Fórmula 2
EL EXPEDIENTE de expulsión de Eusko Alkartasuna (EA) del Gobierno vasco quedó listo para sentencia en el momento en que el lehendakari Ardanza lanzó, a sabiendas de los riesgos que con ello asumía, su ultimátum a Garaikoetxea. Hoy parece evidente que las causas de la ruptura ahora consumada eran bastante anteriores, y que el desenlace apenas dependía de la respuesta que diera EA al requerimiento del lehendakari. Eso es lo que parece deducirse de la intransigencia de Ardanza: su negativa a facilitar cualquier salida honrosa a su socio indica que éste estaba condenado de antemano, y que sólo faltaba encontrar un pretexto. Así lo denunció el propio Garaikoetxea, que, sin embargo, fue incapaz de contrarrestar la operación. No entendió que la cuestión planteada no era el contenido de las mociones independentistas presentadas, sino el afán de singularizarse que la iniciativa de plantearlas revelaba. Al hacerlo, y además con la bandera del radicalismo y en alianza con Herri Batasuna (HB) -que acababa de ir más lejos que nunca en sus ataques a la Ertzaintza-, estaba cuestionando la autoridad del lehendakari y la cohesión de su Gobierno.Pero la iniciativa en sí sólo puede considerarse desgraciada, y en ese sentido Garaikoetxea facilitó la tarea a sus enemigos. La experiencia ha demostrado que la profundización de la autonomía que preside los programas de todos los partidos nacionalistas es inseparable de su lealtad a esa misma autonomía. Más concretamente: que la pretensión de simultanear la vía autonómica con otras esgrimidas a modo de amenaza (autodeterminación, independencia) tiene hoy efectos contraproducentes para esa profundización. Siendo realistas, hay que admitir que ese chantaje dio resultado durante algunos años. Pero ningún Gobierno responsable, cualquiera que sea su signo ideológico, podría hoy avanzar sin reticencias en el desarrollo de los estatutos si la actitud de las fuerzas nacionalistas más representativas es a su vez vacilante respecto a la apuesta por la vía autonómica; es decir, si se presenta la autonomía como un paso previo hacia cualquier otra cosa que suponga el cuestionamiento del marco constitucional.
Ello no depende de la mejor o peor voluntad política por parte del Gobierno de turno: sencillamente es impensable que cualquier Ejecutivo pueda acceder a peticiones como la supresión de los gobernadores y delegados de Gobierno, la extensión de la autonomía financiera o el aumento de las competencias en orden público si se le está diciendo cada dos por tres que todo ello servirá para sentar las bases de la futura independencia. La mayoría del electorado no se lo permitiría. De ahí que la pretensión nacionalista de mantener indefinidamente abierto el proceso constituyente sólo pueda tener como efecto estimular los reflejos defensivos del poder central; en lo que la opinión pública mayoritaria no le dejaría solo.
En cuanto al futuro, parece seguro que el PNV intentará ensayar la fórmula de acuerdo con el PSOE que no fue posible hace ocho meses. Entonces se dijo que el error de los socialistas fue haber ignorado que los de Arzalluz disponían de una fórmula alternativa: la del Gobierno de concentración nacionalista. Pero esa alternativa ya no existe, lo que abre algunas incógnitas sobre las concesiones que el PNV pueda hacer a los socialistas -reforzados por la crisis- sin comprometer su hegemonía en el mundo nacionalista. De paso, lo ocurrido obliga a relativizar los argumentos de quienes esgrimen la mayoría social del nacionalismo para negar otras alternativas más integradoras. Si el nacionalismo cosecha tantos votos no es pese a estar dividido, sino precisamente a causa de que lo está.-es esa división lo que le permite captar la adhesión de sectores sociales muy heterogéneos; tanto que su convivencia en un mismo proyecto se hace casi imposible. Entonces, hablar de mayorías fragmentadas es políticamente contradictorio: si están fragmentadas y no se pueden juntar, dejan de ser mayorías.
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