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Tribuna
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Lo leído

Hacía años que veíamos ascender aquellos viejos libros que hablaban de marxismo hacia estantes cada vez más lejanos. En los primeros setenta estaban ahí, casi en la mesita de noche, o en el bolsillo de la trenca, como el marcapasos de la revolución imposible. Más tarde cedieron su lugar a novelas negras y a recetarios sabrosos y algunos se perdieron en los naufragios del amor y del reparto de bienes y de males. Ultimamente languidecían allá en lo alto, entre guías telefónicas atrasadas y el archivador de las rentas antiguas, criando polvo y ácaros insurreccionales. En el vértice de la librería, apenas entrevistos por la niebla habana, asomaban los lomos de Marcuse y de Gramsci, de Harnecker y de Luckács, y su presencia en casa era como una foto dejuventud amarillenta para recordarnos que hubo un tiempo en el que quisimos entender el mundo y transformarlo, hasta que el mundo nos transformó a nosotros y sustituyó la quimera por el crédito hipotecario.En la liquidación total de este mes de agosto los vencedores están también arrumbando las ideas y aquellos libros del último estante ya sólo aspiran a calzar el trastabilleo de las mesas del Tercer Mundo. La caída de los regímenes autoritarios siempre está prevista y es saludable. Pero la caída en picado del pensamiento nos llena de angustia. Creímos seguir una religión laica con soluciones para casi todo y ahora resulta que lo único que pervive es el sálvese quien pueda y la selección natural de las especies. Para ser un buen abanderado del capitalismo glorificado no hace falta leer mucho y eso, ya ven, ni siquiera nos sorprende. Tal vez la decepción y el desconcierto es el choque entre aquella teoría perfecta y esa praxis pervertida. Y esos días, por si acaso, hemos buscado calor en los libros del último estante y, a pesar de todo, se nos ha quedado un polvillo de claridad entre los dedos.

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