El regreso de la vieja Rusia
Cuando José Stalin aún regía los destinos de la Unión Soviética y este siglo nuestro atravesaba su ecuador, André Malraux añadió a su novela Los conquistadores, publicada por primera vez por Grasset en 1928, una nota acerca del papel de Rusia en la cultura y en la política contemporáneas, cuya lectura, a la vista de los últimos acontecimientos, resulta especialmente sugerente.Dice Malraux que "tal vez sea cierto que no hay por qué tomar los mapas demasiado en serio, y que Rusia no está situada en Europa ni en Asia: está situada en Rusia ( ... ) Nunca ha habido en Rusia renacimiento, ni Atenas, ni Bacon, ni Montaigne ( ... ) Siempre ha habido en Rusia una parte que corresponde a Esparta y una parte que corresponde a Bizancio. Esparta se integra fácilmente en Occidente; Bizancio, no".
Es obvio que el tratamiento dado en general por la prensa al golpe de Estado del pasado 19 de agosto excluyó toda consideración de la realidad de un orden comparable al propuesto por Malraux. Es decir, excluyó toda consideración del pasado de la nación en que ese golpe se perpetraba. Y no me refiero, claro está, a la Unión Soviética, de tan imprevisible destino, sino a Rusia, que desde 1917, por los medios que fuese que para ello llegara a arbitrar Stalin en su calidad de comisario para las nacionalidades, mantuvo la unidad del mismo Estado que ahora tiende a disgregarse.
La prescindencia, la ignorancia o el desconocimiento porfiado del pasado ruso dan lugar a más de una peligrosa confusión, sobre todo en momentos en que la esperanza de un porvenir democrático para las repúblicas que componen la Unión Soviética alienta en todas las conciencias sanas de este mundo.
Ignorar la realidad rusa anterior a 1917 lleva a confundir reforma con restauración. Ignorar la realidad rusa anterior a 1917 lleva a confundir independencia nacional con libertad. Ignorar la realidad rusa anterior a 1917 lleva a confundir represión con comunismo. Y me parece urgente establecer las diferencias y matices del caso, si se quiere hacer una valoración mínimamente objetiva de lo que los muy opuestos liderazgos de Yeltsin y de Gorbachov representan hoy, para la Unión Soviética en cada una de sus partes, para Rusia y, sobre todo, para Occidente, que deberá pagar los errores que hoy cometa hasta la última migaja. Con sangre, sudor y lágrimas, en el mejor de los casos. Con un desastre bélico apocalíptico, en el peor.
Algo menos de 40 años de franquismo dejaron sobre el espíritu político español marcas que, a 15 años de la muerte del dictador, aún son visibles. ¿Qué marcas no habrá en el espíritu político de un pueblo como el ruso, que no ha conocido un solo día de democracia en toda su dilatada historia? La reconstrucción a la que Mijaíl Gorbachov ha dedicado un lustro es inteligible para nosotros: se funda en la economía de mercado y la pluralidad ideológica, en la suma mágica de la libre circulación de bienes y la libre circulación de ideas. Es probable que el más gigantesco de sus pasos lo haya dado este hombre en el campo del lenguaje; con él, estamos seguros de que la palabra democracia significa exactamente eso, democracia. Pero los cronistas al uso vienen empeñándose en que el radical Yeltsin va más allá, y en que un mayor espacio de poder para él va a desembocar necesariamente en una profundización de las libertades. Cabe preguntarse si es en ese sentido, en el democrático, que Yeltsin es más radical que Gorbachov.
Las imágenes de la televisión, que fueron por caminos muy distintos de los de los textos, permiten dudarlo.
La omnipresente bandera tricolor de los manifestantes rusos ante el Parlamento ruso, descrita por TV- 1, sin el menor rubor, como "la de la Federación Rusa anterior a 1917", no ondeaba agitada por los vientos del mañana: era la bandera de la Rusia eterna, para la cual Yeltsin pidió, en la evidente encerrona del viernes 23, todos los privilegios y algunos más, dando la prueba que faltaba de su vieja desconfianza rusa respecto de las demás repúblicas: la misma que expresaban los golpistas. Yeltsin, que aún no ha tenido ninguna responsabilidad económica por la que rendir cuentas, es más popular que Gorbachov en Rusia, no por más demócrata, sino por más ruso. ¿Se trata, pues, de la reforma soviética o de la restauración nacional rusa? ¿Es Rusia el Estado con el que deberá tratar Occidente de aquí en más? ¿Quién representará al resto? ¿Lo representará Rusia en calidad de Estado represor? ¿O habrá que enfrentarse -cargando con los costes- a un imperio colonial desintegrado, cuyos despojos vayan a fortalecer la opción musulmana o la opción china?
La prensa democrática de un país como el nuestro, que todavía lleva sobre sus hombros la cruz de ETA y que cuenta con movimientos y partidos nacionalistas que ven con buenos ojos la salida eslovena, debería ser más rigurosa a la hora de valorar los nacionalismos del Este, desde el lituano hasta el ruso. Porque no se puede considerar bueno para otro Estado lo que no se considera bueno para éste, pero, sobre todo, porque independencia nacional no es sinónimo de mayores libertades individuales y de conciencia; menos aún cuando quienes gestionan esa independencia no poseen un pasado democrático, y esto va dicho tanto a propósito de Yugoslavia como de los países bálticos.
En la histórica sesión del Parlamento ruso en que Gorbachov dio más explicaciones de las que debía a un auditorio manifiestamente hostil, conducido a golpe de cencerro por un Yeltsin provocador y autoritario, que detuvo el castigo haciendo sonar el gong, cuando tuvo el triunfo por puntos, se planteó el problema del Partido Comunista., La vitalidad democrática de un régimen se mide por la amplitud del espectro de partidos cuya convivencia garantiza. Mal inicio para un demócrata radical la prohibición de un partido; más aún si ese partido cuenta con un número importante de afiliados y de votantes. Lo escribo en España, donde Blas Piñar y Herri Batasuna, mucho menos significativos que el Partido Comunista en Rusia, tienen espacio en la legalidad. Y el argumento represivo, para el caso, no es válido; si la ilegalización del Partido Comunista se lleva a cabo con la intención de acabar con la represión, debe ir acompañada de la disolución del KGB o cualquier otra forma de policía política, y de los organismos de inteligencia del Ejército. El derribo de la estatua de Dzerzinsky es un gesto simbólico que tendrá escasas repercusiones en la práctica de los servicios de información: probablemente sólo sirva para hacerlos más secretos.
Sería de desear un camino soviético hacia la reforma, las libertades públicas e individuales, y la convivencia democrática plural, que pasara por la economía de mercado: son cosas que van unidas. Pero del golpe de Estado cuyo principal beneficiario ha resultado ser Borís Yeltsin, surge con renovado rigor la vieja Rusia nacionalista y autoritaria, pidiendo privilegio, poder y proscripciones. El apoyo de masas con que Yeltsin ve respaldada su actuación no debiera distorsionar la visión de Occidente: ni Churchill ni Roosevelt crecieron así amparados; sí, en cambio, Hitler y Mussolini. Y Stalin, desde luego. En Rusia.
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