Le reliquia
Hace unos días recibió el mundo la sensacional noticia: en la subasta de artículos personales de los Beatles organizada por Christie's en Londres figura, entre los objetos ofrecidos a la avidez de los coleccionistas, "un trocito de tostada, el resto de la cual fue ingerido por George Harrison en su desayuno del 2 de agosto de l963". Es una reliquia fervorosamente recogida y preservada hace ya, pues, 28 anos, por una de las groupíes (así se llamó a las juveniles bacantes que, afiebradas y enloquecidas, seguían, perseguían y asaltaban a los famosos). Si la prensa ha destacado, supongo que por juzgarlo absurdo en extremo, este particular objeto de la subasta, quizá esa extremosidad misma le haga merecer una consideración algo demorada: representa -digamos que en estado puro- un fenómeno permanente que asume en la conducta humana una enorme diversidad; a saber, la propensión al culto de reliquias.Cuando se habla de reliquias se piensa enseguida en las dejadas por los santos tras de su paso por la tierra. En la religión cristiana abundan mucho, y son de muy desigual categoría, desde los trozos de madera desprendidos de la Santa Cruz en que fue sacrificado el Cordero de nuestra Salvación, o el lienzo donde la piedad de una buena mujer, Verónica, obtuvo como premio la estampa de su Divino Rostro, hasta mínimos restos mortales de más humildes bienaventurados. La plétora de preciosos relicarios que guardan y exhiben los museos sería bastante para atestiguar de dicha abundancia, cuyo exceso diera lugar ya en el racionalista Renacimiento a la fustigación implacable de un erasmista ilustre, Alfonso de Valdés.
Para justificar el saqueo de Roma por las tropas imperiales, Alfonso de Valdés, secretario de Carlos V, escribió en su día su Diálogo de Lactancio y un arcipreste o De las cosas ocurridas en Roma, que es a la vez fuerte requisitoria en favor de una reforma, dentro del catolicismo, para desterrar las viciadas prácticas eclesiásticas. Entre otras cosas atinentes al caso, se encuentra ahí una crítica muy dura, sarcástica, del abuso de las reliquias.
Dice a este propósito uno de los interlocutores, el joven caballero, a su amigo el arcediano: "El prepucio de Nuestro Señor yo lo he visto en Roma y en Burgos, también en Nuestra Señora de Anversia, y la cabeza de san Juan Bautista en Roma y en Amians de Francia. ( ... ) Pues de palo de la Cruz dígoos de verdad que si todo lo que dicen que hay de ella en la cristiandad se juntase, bastaría para cargar una carreta. Dientes que mudaba Nuestro Señor cuando era niño pasan de quinientos los que hoy se muestran solamente en Francia. (...) Si os quisiese decir otras cosas más ridículas e impías que suelen decir que tienen, como del ala del ángel San. Gabriel, ( ... ) de la sombra del bordón del señor Santiago, de las plumas del Espíritu Santo, del jubón de la Trinidad y otras infinitas cosas a estas semejantes, sería para haceros morir de risa"; y así continúa. A duras penas reconoce que "el vulgo más fácilmente con cosas visibles se atrae y encamina a las invisibles", pero en definitiva rechaza el culto de las reliquias, aun verdaderas, tanto como también el de las imágenes ("éstas y otras semejantes supersticiones") para propugnar en cambio una religiosidad depurada, más espiritual e intimista.
Las reliquias que Valdés denunciaba son tan risibles como ese resto de la tostada que el cantante Harrison consumió hace ya más de un cuarto de siglo, y quizá menos auténticas. Pero esta pieza de adoración puesta a subasta ahora comparte con ellas su carácter de participación mágica. La devoción por objetos que pertenecieron a personajes venerados, aunque siempre tenga un algo de culto religioso, no está restringida en modo alguno al, campo de la religiosidad institucionalizada, sino que se la encuentra extendida por doquier. Según al comienzo quedó insinuado, constituye un rasgo común de la conducta humana que se manifiesta bajo formas diversas en todas partes. Su estudio sería materia propia de los antropólogos; sin duda, lo relacionarían con determinadas clases de magia; pero no hace falta ser versado en la ciencia antropológica para darse cuenta de que ello responde al deseo, a la necesidad psíquica, de mantenerse en contacto con la esfera de lo trascendente (como se lee en el Diálogo de Valdés, a través de lo visible se encamina el vulgo hacia lo invisible) y, por supuesto, con fe y una esperanza más o menos vaga de que ese contacto pueda traer bendición, operar milagros. La madre que conserva en doméstico santuario la mata de pelo de una hija difunta, tanto como el museo que en sus vitrinas presenta a la admiración pública utensilios íntimos de un prócer ilustre (recuerdo, por ejemplo, que el Smithsonian atesora una prótesis dental de George Washington), tratan de establecer mediante tales objetos un vínculo afectivo con seres de algún modo valiosos que ya han desaparecido del mundo o que por otra razón están fuera de nuestro alcance. En general, cabe remitir la veneración de reliquias al culto de los muertos, aunque, inevitablemente, de ello se lucren siempre muchos vivos.
Apenas queda ya hoy quien crea en la intercesión de los santos ni en la virtud de sus reliquias como talismán para obtener favores celestiales; pero ese impulso que es tan general y tan perdurable en el ser humano: el ansia de entrar en relación con lo sagrado, subsiste; y al haberse hecho laico, se vacía de todo sentido trascendente hasta convertirse acaso en la grotesca trivialidad del souvenir. Así, vemos que se cotizan trozos de piedra arrancadas al muro de Berlín; que, como oro en paño, se guarda acaso la pluma con la que tal o cual potentado suscribió tal o cual documento, y que una prestigiosa empresa de subastas pone a remate el resto de la tostada roída por un popular murguista, ávida y respetuosamente rescatado en la oportunidad por una de sus fans o fanáticas seguidoras.
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