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Tribuna:EL MAPA DE ESPAÑA / 23 - CATALUÑA / 1
Tribuna
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El país medieval

Javier Marías

Foto: Cristina García RoderoCataluña está oculta, pese a lo mucho que se habla de ella. La oculta Barcelona, sin duda, con sus vacilantes prodigios; de Lérida se sabe poco y no se la considera muy representativa (los llerdenses se ofenden, pero lo acatan); de Tarragona hay unas cuantas nociones más, pero apenas se airean. Cataluña queda en realidad casi reducida a Gerona, y dentro de esa denominación sólo caben otras dos, conspicuas, el Ampurdán y la Costa Brava, en el supuesto de que no sean sino la misma cosa con dos caras: masías y molinos contra calas y playas; en el fondo, un todo empaquetado que aún se resiste a ponerse el lazo. Hablo, claro está, de la visión perceptible para el común de los forasteros, de los ignorantes, de los que hasta allí viajan en invierno o en verano, como yo mismo y mi acompañante, también madrileña, JM sus iniciales, una mujer capríchosa, aunque no me dio el viaje.

Si Barcelona es reservada en el conjunto de las ciudades grandes, Cataluña es literalmente enigmática, como también lo es el Ampurdán, su mayor emblema. Resulta un poco sorprendente que una zona de la Península que desea a toda costa diferenciarse del resto, desmarcarse de la imagen truculenta y achulada de la vieja España, opte por el laconismo, por lo taciturno y hacerse invisible casi. Su estampa consiste más o menos en no ofrecerla. Las famosas señas de identidad que anda buscando, si no exhibiendo, cualquier pueblo que se tenga aprecio, en Cataluña parecen reservarse para un uso interno, recogido, casi secreto, como si todos los habitantes se conjuraran para mostrarse impenetrables, casi esfíngicos, al menos ante cualquier forastero. No es que la gente no sea hospitalaria ni cortés ni simpática, sino que esas virtudes se presentan como en sordina, o, si se prefiere, privadas de la conciencia de sí mismas que en otros lugares suele acompañarlas, e incluso anularlas si es excesiva. Se trata, en suma, de una ciudadanía que no se conoce a sí misma, por raro que esto parezca en tiempos como los actuales, cuando el mundo entero anda definiéndose y poniéndose pegatinas por separado. "Ustedes son un poco cerrados", le dijo JM (ella es siempre impertinente) a un ventero de Vulpellac, que para el ignorante suena como Lago de la Zorra, probablemente falsa etimología. "No, señorita", contestó el ventero en catalán, "todo lo contrario, somos gente muy abierta", y a continuación echó el candado a la boca y empezó a poner sillas patas arriba. Igualmente, uno de los individuos más divertidos que he conocido, vecino de Peratallada, interrumpía de vez en cuando su cascada de anécdotas para lamentarse de lo pánfilos que eran él y su pueblo, y en el comentario no había rastro de coquetería ni menos aún, de sarcasmo.

Por eso contrasta tanto leer los periódicos o ver los canales de televisión autonómicos, dedicados con demasiada frecuencia a un autobombo que raya en lo inverosímil. Según los medios de comunicación locales, Cataluña estaría permanentemente inmersa en una actividad frenética (yo diría intergaláctica) para dar lugar a tantas proezas y recibir tantos honores como de continuo se relatan. Claro que a veces surge algún elemento sospechoso: en el plazo de dos viajes he visto hasta cinco veces al mismo personaje televisivo, un tal Mosén Tronxo o Ponxo o Conxo, que ha escrito un best seller de cuyo título le viene el apodo. No sé bien de qué trata, pero la celebridad es un cura que no va vestido muy de cura y que es muy llano y muy comprensivo y hasta pasa por muy ingenuo. Le gusta lo moderno. Acepta las bromas un poquito irreverentes. Amaga con tener retranca. Parece la reencarnación degradada de la Cataluña profunda, la que queda más oculta, sólo que es la profundidad de hace 100 años; la celebridad huele a rancio.

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Nada, en cambio, huele así para el forastero que viaja por el país: la decidida vocación medieval que va uno encontrando a cada paso cuando se desplaza por Gerona no tiene nada de marchito, sino que rezuma vitalidad y convicción, como si, a falta de conciencia individual, hubiera una fuerte conciencia histórica nunca desaparecida, siempre vigente; como si el verdadero vínculo entre pasado y presente y entre todos los habitantes no fuera tanto la afamada lengua cuanto las centenarias piedras y acaso el paisaje, y con cierto aire de autenticidad pese a la industrialización a veces brutal (criminales fábricas de papel, criminales repoblaciones forestales a base de eucalipto criminal).

Los campos de Cataluña son de gran civilización: hasta los haces de paja parecen ruedas de camión. Pero lo más llamativo son sus propios pobladores: allí no se ven ya payeses, ni labriegos, ni colonos, ni vendimiadores; todas sus tareas las deben de hacer las máquinas. Los campos catalanes están en cambio plagados de ornitólogos y entomólogos, gente educada por definición. Cada pocos metros ve uno a individuos encaramados a los árboles o agazapados a ras de tierra (sentados sobre pulcros pañuelos), provistos de prismáticos de enorme potencia y libretas con tapas de hule. Se gritan unos a otros: "¡Martín pescador, mío!". O bien: "¡Abubilla, mía!". La misma ave es avistada por un millar de ojos, cantada con alborozo por 500 gargantas y anotada con entusiasmo en 500 cuadernillos. Todos las comparten, no hay competencia. Más propicia a los altercados es la caza de mariposas: yo he visto con mis propios ojos a dos eximios escritores batiéndose con el palo del cazalepidópteros porque ambos habían llegado al mismo tiempo a un ejemplar no muy raro de Melitaea athalia. Luego se avergonzaron, depusieron los mangos, se dieron la mano.

Probablemente la proliferación de estudiosos es lo que explica en parte una curiosa costumbre de los catalanes en la que intervendrá también su innegable gusto por el diseño. En los restaurantes, en las fondas, en las terrazas, en los bares, la gente deja siempre una gran cantidad de perfeccionados objetos sobre las mesas, yo diría que a modo de adorno: gafas de sol, pitilleras danesas, libretas con conteras metálicas, algún compás, tijeras, brújulas, por supuesto prismáticos. Todas las mesas de Cataluña parecen las del estudio de un grafista. En cambio es casi imposible atisbar nada de los interiores de las viviendas: las ventanas de Ullastret (que al ignorante le suena como Ojoestrecho, seguramente también falso) están todas cerradas, ofrecen sólo su madera verde o, en el mejor de los casos, tupidos visillos. Las calles parecen tapiadas o más bien murallas; tras los muros se atisba la copa de alguna palmera oculta; es uno de los pueblos más bonitos, misteriosos y sobrios que puedan darse: de pronto, una nevera en medio de la calle, observada por una largatija mínima. En lugares como éste, lo medieval no resulta voluntarioso, y por eso la iglesia asimétrica se permite ofrecer a la vista, cuatro campanas y tres altavoces. La gente es tan urbana que en la calle de la Cárcel no han tachado el rótulo en castellano, sino que con él convive una pegatina cuatribarrada con la leyenda: "En catalá, si us plau". Lo que se oye en esos pueblos es una extraña mezcla de silencio atravesado por dos sonidos: ladridos de perros y cantos de corales, que al parecer ensayan sin pausa a lo largo de Cataluña entera. En la propia ciudad de Gerona no es raro ver cómo tres o cuatro viandantes se detienen debajo de un arco para aprovechar el eco y entonan polifonías. Es la única capital del mundo, yo creo, en la que se informa a esos mismos viandantes de quiénes fueron o cuándo vivieron los nombres de sus calles, por lo general graves incógnitas en otros lugares: "Carrer d'en Francesc Samsó, noble, segle XV".

Si en Ullastret la piedra está muda, en el cercano pueblo de Pals es tan dicharachera y está tan reconstruida que su célebre muralla parece sacada de Disneylandia: nos vamos acercando a la costa, territorio desconocido. Pero lo más alarmante de Pals es que allí todo el mundo se está casando, sin cesar se están casando; yo creo que las mismas parejas se desposan allí varias veces a lo largo de la misma tarde. Por tradición, me dicen, porque trae fertilidad y suerte, porque la aldea está casi cerrada al tráfico y es todo más íntimo, lo cierto es que todos los novios de todo el Ampurdán, casi de Cataluña, deciden casarse en Pals, por ello perpetua y empalagosamente engalanada. Quizá sea ésa la inveterada causa de un dato curioso que encuentro sobre Gerona en un artículo inglés de 1911: era la provincia española con más bajo porcentaje de nacimientos ilegítimos. Con esa reputación, allí las bodas son todavía tomadas en serio, y por ello no es raro ver a novios compuestos y a invitadas vestidas de telón de teatro haciendo cola o esperando bajo el sol en los escasos bares a que se despejen las exiguas iglesias. Me temo que JM, que va a muchas bodas pero no ha pasado aún por la suya, después de ver tanto ahínco y paciencia para alcanzar la promesa de lo fecundo, tendrá que hacer otro viaje hasta esta nupcial aldea cuando le llegue la hora de añadirse iniciales y elevarse hasta los altares.

Mañana: Cataluña / y 2

Infiernos manifiestos, paraísos ocultos

Javier Marías

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