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La puja nacionalista

Audacia sin clarividencia, o viceversa: ese suele ser el problema de los políticos. Que Yeltsein es audaz ya lo sabíamos pero, aun admitiendo que su estatura política había sido subestimada en Occidente, su clarividencia está por demostrar. Un compatriota suyo -de cuyo asesinato se cumplieron 51 años en la dramática madrugada del día 21- dejó escrito que a la hora de la acción prefería "un populista a cien mencheviques". El neo populista Borís Yeltsin demostró en el momento decisivo del ocaso del regimen comunista esa audacia que Lev Davidovitch Bronstein, alias Trotski, había reclamado en la aurora de ese mismo regimen. De la sagacidad con que administre ahora su victoria el presidente de la Federación Rusa depende en buena medida el porvenir de esos 285 millones de seres a los que, por falta de una palabra más adecuada, seguimos llamando sovieticos. Esa clarividencia es especialmente necesaria en una situación en la que la reflexión, como mucho, trota, mientras que los acontecimientos, como mínimo, cabalgan.En su primer discurso tras la victoria, en la soleada mañana del día 22, antes incluso de que Gorbachov apareciera en público, Yeltsin ha reivindicado la independencia de Rusia y reclamado, en contra de los principios inspiradores del Tratado de la Unión cuya firma trataron de evitar los golpistas, un ejército propio. Estonia y Letonia, por su parte, aprovecharon las horas más oscuras del golpe para proclamar su independencia. En Letonia, con el apoyo de 109 diputados de una cámara de 201. Las agencias no dan el resultado de la votación en Estonia, pero sí reproducen la exposición de motivos que encabeza la declaración. La independencia se proclama "debido al rápido deterioro de la situación en la URSS causado por el golpe militar y por la necesidad de asegurar los derechos inalienables del pueblo estonio". En ambas repúblicas, la proporción de ciudadanos rusos supone en torno a un tercio de la población: el 33,8% en Letonia y el 30,3% en Estonia, según el censo de 1989. El dato figura en el último libro de Hélène Carrere d,Encause (El triunfo de las nacionalidades. El fin del imperio soviético), cuya traducción española acaba de aparecer.

Tras admitir que la riada de población hacia los países bálticos "ha sido algo claramente espontáneo" -a diferencia de las migraciones a otras repúblicas-, la autora opina que la proclamación de independencia por las tres bálticas ha tenido como flinalidad "proteger a las repúblicas contra los emigrantes rusos", dado que "resulta muy claro que son excesivamente numerosos, demasiado homogéneos en ciertos lugares, y que no sólo es preciso estabilizar su número sino que hay que reducirlo". Para conseguirlo, admite H. C. E., Ias leyes no bastan" (por lo que) Ios países bálticos han tenido que lanzarse a una verdadera carrera para detener su número y para frenar esta invasión antes de que resulte demasiado onerosa". La cosa, admite la autora, es en el Báltico más complicada que en el Caúcaso o en las repúblicas del Asia Central ya que a estos pueblos "Ies basta con acentuar la presión -permanentes vejaciones, manifestaciones de hostilidad- para que los rusos se animen a partir".

Durante muchos años, la izquierda más irresponsable se ha caracterizado por apoyar con entusiasmo cualquier cosa que se moviera, independienteinente de en qué dirección. Ahora esa agitación parece haber sido heredada por los sectores más frívolos de la derecha, dispuestos a apuntarse a un bombardeo si piensan que con ello desenmascaran a sus enemigos Políticos del momento. Así, la euforia de las horas que han seguido al fracaso del golpe está propiciando que, independientemente de su inclinación progresista o conservadora, sectores muy influyentes de la opinión estén pasando por alto aspectos muy inquietantes de la dinámica abierta en la URSS por la excitación nacionalista.

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Al margen de las críticas que puedan dirigirse a Gorbachov por sus vacilaciones en diversos terrenos, ahora sabemos que las amenazas que se cernían sobre la perestroika eran reales. A toro pasado, es fácil concluir que Gorbachov se equivocó en la elección de sus aliados dentro del aparato estatal y aventurar que tal vez si hubiera mostrado mayor audacia los golpistas no se hubieran atrevido. Pero no podemos saberlo a ciencia cierta. Y en la duda, ¿podría alguien reprocharle de buena fe que intentase moderar los ardores de los dirigentes nacionalistas empeñados en una puja por ver quien llegaba más lejos en su desaflo al nuevo poder reformista? ¿Hubiera sido desmesurado esperar de esos patriotas -de larga data o nuevo cuño- una tregua que permitiera asentar la reforma democrática antes de que aparecieran los otros patriotas, éstos con uniforme?

Seguramente el imperio zarista, prolongado y ampliado en el soviético, tendrá que desaparecer con el régimen que ahora da sus boqueadas. Pero, en primer lugar, no es indiferente, desde una consideración democrática, la forma como esa desaparición se efectúe; y, segundo, no es posible aplicar idéntico tratamiento a situaciones sociales e históricas muy diferentes (Rusia y Lituania, por ejemplo).

En teoría, a la independenera se puede llegar en frío, es decir mediante pacto, o en caliente, por la vía de los hechos consumados. Si se elige la segunda vía, es decir la de la ruptura, será muy difícil evitar sus secuelas de injusticias y violencias contra las minorías étnicas o simplemente disidentes. Pues será sobre todo después de la independencia, lograda por vía de enfrentamiento, cruento o incruento, cuando la obsesión por la identidad y la uniformidad, la autenticidad y la unanimidad, se manifiesten abiertamente. Y la experiencia de los sangrientos enfrentamientos étnicos del periodo 1988-1990 demuestra que esa identidad reclamada se hace germinar bajo la forma de oposición al otro: los armenlos en Azerbayan, pero la minoría azarí en el enclave armenlo de Nagorno-Karabak, y los inmigrantes rusos en todas partes. De ahí que sea tan difícil que los remedios nacionalistas den respuestas razonables a los problemas nacionales. Porque, además, la convivencia en común (durante decenios o siglos, según los casos) ha ido creando relaciones familiares, lazos culturales, conexiones de todo tipo, incluidas las económicas.

Una ruptura pactada no sólo permitirá establecer las garantías ciudadanas propias de una sociedad moderna -en el referéndum de independencia de Georgia, los que no votasen perdían la ciudadanía y el derecho a adquirir tierras- sino mantener, con las compensaciones que se consideren justas, las relaciones económicas necesarias para la viabilidad práctica del nuevo ente político (la otra forma de garantizar la viabilidad sería convertirse en protectorado de alguna potencia exterior, pero ello parece incongruente con la aspiración nacionalista).

De acuerdo con lo antenor, serán las, condiciones particulares de cada república las que aconsejen el tipo de relación a mantener con el poder central y los dernás territorios. En el caso del Báltico, el origen histórico de la incorporación (el pacto HitIer-Stalin), su proximidad en el tiempo y otros factores parecen aconsejar un proceso relativarriente rápido de independización, aunque el paso final no podrá fraguarse si antes no se garantizan los derechos de las minorías (cerca de dos millones de rusos, entre otros), Lo cual implica, a su vez, admitir que ese paso final sea el resultado de una negociación, no de un pronunciamiento unilateral. Para el resto de las repúblicas, con la eventual excepción, de Georgia, el establecimiento de cautelas corno las contempladas en el, Tratado de la Unión -proceso dilatado en el tiempo, exigencia de mayoría cualificada, posibilidad de mantener en cualquier caso lazos confederales, etcétera- parece rnás prudente que su eliminación, como ahora piden algunos neonacionalistas occidentales: esas personas que han conseguido el imposible de estar a la vez en favor de todos los nacionalismos surgidos en la URSS: los islamco-fundamentalistas como los europeístas, el armenio y el azarí, el nacionalismo ruso y los anti-rusos.

La constitución es tal vez parte del precio a pagar tras la enorme estafá de un marxismo que, por razones puramente oportunistas, asumió el programa de los nacionalistas y pretendió luego haber superado el problema mediante la identificación popular con una ideología. Pero poco contribuye a despejar esa confusión la acrítica adhesión a esa inflamación nacionalista que ha venido a ocupar el espaclo de la doctrina derrotada.

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