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Tribuna:EL MAPA DE ESPAÑA / 21 - COMUNIDAD VALENCIANA / y 2
Tribuna
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Los maestros de la mezcla

Enrique Gil Calvo

Foto: Cristina García RoderoDesde la terraza de la habitación del hotel del Casino de Valencia, que se halla en la ladera del Monte Picayo, divisábamos- al desayunar una panorámica de toda L'Horta valenciana: a la izquierda, los altos de Sagunto; a la. derecha, el relieve urbano de las brumosas edificaciones de la capital; y entre ambos extremos, hasta el mar, todo un océano verde oscuro, formado por el espeso tejido del tapiz del naranjal, sólo rota su aterciopelada superficie por las eminencias de algunas colinas que se destacaban como islotes coronados por ermitas o monasterios (como el del Fluig) y por las emergencias arracimadas de los núcleos urbanos de Pucol, La Pobla de Farnals, Montcada, Mellana, Almasséra, Burjassot o Alboraya. Se trata de uno de los amaneceres más serenos y civilizados que Enrique y yo hemos podido contemplar, y bien pudiera simbolizar el fondo -más sólido de la riqueza valenciana: mucho se ha escrito sobre el tópico de la Albufera, la marisma y el arrozal, pero es aquí, en el mar de naranjos, donde se palpa la firmeza estable de la paz.

Luego, rompiendo la tranquilidad de esa superficie del naranjal contemplado desde lo alto, tuvimos que sumergirnos en el horno de la ciudad. Valencia en agosto se queda más vacía que Madrid todavía. Las casas de comidas acostumbradas en previas visitas (como Gargantúa o C'an Bermell, en El Carmen), así como los bares de más barroco carisma (el Johann Sebastian Bach, con sus míticos leones enjaulados en el precioso palacio color azafrán tostado del Carrer del Mar), exhibían el mismo cartel ominoso: tancat. A cambio, pudimos pasear por la Ciutat Vella contemplando con ojos nuevos unos rincones recordados con hervideros ajetreados, como son los que se encuentran entre la Plaza del Mercado y las calles del Mizalet, Cavallers y L'Abadía (pues la calle Bolsería se hallaba desgraciadamente en obras). Particularmente deliciosa resulta la Plaça Rodona, el Clot de al lado de la iglesia de Santa Catalina, que es una especie de reproducción a escala reducida del antiguo mercado madrileño de Olavide, sóIo que especializada en mercerías. Se presume mucho del casticismo de Madrid, pero este rincón decimonónico de Valencia, con su red estrellada de callejas dedicadas a los oficios, que desembocan todas ellas en la placita porticada con su humilde fuente central, posee mucha mayor autenticidad que toda la subcultura zarzuelera junta.

Y así llegamos a la auténtica joya civil y urbana de Valencia, que no es su Lonja renacentista, como todas las guías turísticas se empeñan en proclamar, sino esa moderna continuación suya, situada frente a ella, que es el Mercado Central. Por supuesto, la Lonja resulta deliciosa, con el indudable encanto arquitectónico de sus esbeltas columnas helicoidales, acrecentado por un patio de naranjos que recuerda en miniatura a los de la mezquita cordobesa y la catedral sevillana; y su efecto es aún más sorprendente , cuando se advierte que todavía es usada hoy como lonja de contratación de los asentadores de carne del vecino mercado, que se identifican por sus nombres incrustrados en los curiosos pupitres de escolares medievales. Pero nada de esto resulta comparable a la civilidad estética del impresionante Mercado Central que se levanta frente a la Lonja, como un templo erigido a la más carnal divinidad.

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Construido en el primer cuarto de este siglo, con una mezcla de arquitectura del hierro, palacio de cristal, modernismo y artdecó, pasa por ser, con sus 1.300 puntos de venta (600 casetas, 400 bajos y 300 palcos, aproximadamente), uno de los más importantes, de Europa. Pero al margen de sus alardes comparativos, lo mejor del Mercado de Valencia es la atmósfera plástica y festiva que en él se crea todos los días laborables por la mañana. Por eso, en esta canícula del agosto levantino, cuando la ciudad estaba desierta, su Mercado Central continuaba siendo el único depositario que atesoraba todo el frescor de la vitalidad valenciana, hecha de una mezcla feraz de pescados y de huerta.

Clima

Pero exponerse al clima atmosférico del mercado implica correr el peligro y arrostrar el riesgo de que se te abran de par en par todos los apetitos: el ansia de comer y la avidez por devorar son tentaciones contagiosas, que a poco que se exciten terminan por anegarte y estallar. En Valencia ciudad no había mucho donde escoger, por hallarse casi todo tancat (Jose Mari y Lidia tuvieron que invitarnos a tapear en José Luis, que acababa de abrir en la Avenida del Turia una sucursal de su santuario madrileño). Así que hubo que dedicarse a las zarzuelas y parrilladas de la Malvarrosa (en La Barca y La Marcelina), junto al Grao, que convocaban a la escasa población que subsistía en Valencia.

No puedo citarte todos los sitios, claro, pero sí que recordamos con agrado unos deliciosos pulpitos al laurel en Casa Pocho, de Vinarós, los estofados de caza con trufas en el Mesón del Pastor, de Morella, o los espléndidos fideuás que pedíamos casi cada día por doquier (pues, claro está, no íbamos a caer en el tópico turístico de la paella:. sólo un par de veces nos permitimos el lujo de un arross negre y un empedrat): cabe recordar una de langosta y pasta fina (en el Cortijo de Benicarló), al estilo del arrossejat de la bahía de Rosas, y otra de gambas rayadas y pasta gorda en el Parador de Jávea. En fin, la guinda del festival gastronómico la puso el único restaurante de la Comunidad que recibía dos estrellas en nuestra Guía Michelín. Por supuesto, las raciones eran microscópicas y los precio s sobrepasaban las cotas madrileñas, según mandan los cánones de la nouvelle cuisine. Pero si mereció la pena el menú de degustación que tomamos en Moraira fue por su modo maestro de esgrimir el arte valenciano por excelencia de la mezcla, capaz de combinar el magret de pato y la cabrarroca con las flores de calabacín, el azafrán y la albahaca. Incluso Enrique, ante el equívoco de un espléndido paté de hígado de pato cebado, con bogavante, se preguntaba: "¿Será que han empapuzado al bicho con langosta para que su foie sepa a marisco?".

Pero esta metodología de la mezcla por la mezcla también la encontramos en el otro extremo del arco gastronómico, y su muestra más naif fue una ensalada del Rincón del Olvido (en plena Sierra de Aitana, junto a Confrides), que a los nobles materiales que eran de esperar (lechuga, tomate, cebolla y espárragos) le sobreañadía una exhuberante diversidad de todas las frutas imaginables: uvas, sandía, melocotón, mango, melón, chirimoyas, piña y aguacates. ¿Y no es ésta, acaso, la metodología propia de la paella misma, como arte barroco de mezclar la huerta con el mar (según reflejo culinario del Mercado Central), capaz de Improvisar cualquier síntesis ecléctica que se pueda imaginar? He ahí, probablemente, el motor secreto del resorte que anima el celebrado barroquismo estético de la cultura valenciana, que no sólo se manifiesta en obras de arte explícitas (como la exagerada fachada del palacio del marqués de Dos Aguas) sino sobre todo en tantas muestras como proliferan de la sensibilidad popular, empezando por la propia subcultura fallera.

Este principio de la mezcla, inspirador de la cultura valenciana (síntesis entre lo cristiano y lo musulmán, entre lo andaluz y lo catalán), es el que en definitiva anima a las fiestas populares que fueron el leit-motiv que acompañó a todo nuestro viaje. A lo largo de 1.800 kilómetros, y durante ocho días, no hubo localidad visitada que no estuviese en fiestas, acabase de estarlo o lo fuese a estar: era de esperar, tratándose de una semana centrada en la Virgen de Agostó. Pues bien, en todas esas fiestas (y la más famosa fue la Nit de l'Alba, dentro del Misteri d'Elx), siempre nos topamos con la misma lógica de la acumulación y la mezcla: moros y cristianos, bandas y charangas, corridas y encierros, hogueras y pirotecnia. Parece fácil hacer literatura acerca de la compulsión explosiva valenciana, deseosa de componer mezclas que estallen en el acontecimiento de su consumación. Pero prefiero despedirme de ti con el relato de un recuerdo mucho más modesto y anónimo, pero no menos singular: el de las fiestas de Ademuz (pueblo de 2.000 habitantes), que pudimos contemplar un martes 13.

Allí, como buen híbrido entre lo aragonés, lo castellano y lo valenciano, también se hace presente el mismo cóctel de mestizaje: la irrupción de charangas, pasacalles, bandas de música y rondallas; el activismo militante de las peñas de mozos que, en fratrías de embriaguez, se encierran a beber en sus locales improvisados en casas abandonadas de piedras centenarias; toros embolados todas las noches a las once, en una placita improvisada junto a la monumental iglesiona barroca; una auténtica novillada, con dos eminencias salidas de las Escuelas Taurinas de Teruel y Madrid; y el gran encierro taurino, celebrado a todo lo largo de la calle principal del casco viejo, que discurre irregularmente sobre un escarpado nivel del monte y para lo que hay que cerrar con verjas todas las bocacalles y apuntalar todos los vanos y dinteles. Pero la imagen que más nos impresionó fue la del pasacalles infantil: partía de la encantadora ermita de la Virgen de la Huerta y, a lo largo de la misma calleja preparada para el encierro, corría hacia la plaza en que se había improvisado el coso taurino. Y todos los niños del pueblo, impulsados detrás por sus madres, saltaban y bailaban encendidos por el entusiasmo de la charanga, aproximándose así hacia el ara del sacrificio.

Mañana: Asturias

El indiano en su escondite

José María Merino

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