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Vaqueros rotos en el Museo del Prado

Juan Cruz

Ahora todas las Nurias, las Alessandra, los Nicola y los David van al Museo del Prado con los vaqueros rotos. Entran y salen como si fueran a ver a los abuelos, y les dejan restos de helados en las papeleras. En los Ojos se llevan a Carlos IV y, a Goya pintándolo, mirando de reojo al visitante desde el cuadro de las 14 figuras: Goya se pintó ahí para que aquella familia mal encarada no sufriera las consecuencias de ser justamente 13 en el cuadro. Y, es curioso, todos padecen las consecuencias de la luz, pero Goya, que está en penumbra con su mirada torva, dirigida precisamente al espectador -"¿qué hace usted mirándome'?", parece decir-, es el que más fluye, el que primero atrae la atención del visitante.Antes, cuando la guerra había dejado los bolsillos como un solar, los pobres de Madrid, que eran más y distintos, iban a El Prado a tomar el fresco y a mirar a Velázquez o a El Greco. Han cambiado los tiempos y ya los pobres hacen otras cosas que ir a El Prado a refrescarse. De todas formas, los que siguen yendo ya no miran tanto a Velázquez, porque ha habido una ligera saturación del sevillano: los ojos ahora son más aragoneses, porque Goya, que era de Fuendetodos, tiene una mirada más permanente, más propia de estos tiempos de perplejidad y disparate. Velázquez era el cielo de Madrid, y ése lo han tapado. De momento.

Moderno territorio

Se podría pensar, si no se va a El Prado, que aquel es un territorio de los viejos. No es así, ni mucho menos. Es, quizá, el territorio más moderno de Madrid. Muchachos con mochila descansan de su viaje de agua y trenes sucios contemplando, por ejemplo, el Auto de fe de Rizzi, donde este personaje minucioso del siglo XVII contaba cómo la Inquisición ponía Firme a la gente de la época. Goya fue menos sutil, menos cronista, y sacó el miedo del cuerpo de las víctimas de aquel Tribunal y lo puso como en los Fusilamientos.

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Miran de prisa estos jóvenes con los vaqueros rotos, y miran sobre todo lo que ya conocen: las Majas, las pinturas negras, los retratos de Velázquez; miran como si acabaran de nacer los cuadros, y luego van a reírse y a tomar agua frente a la estatua de Murillo, delante mismo del Jardín Botánico. Ahora, además, han recibido un regalo que les quitarán pronto: el muchacho del laúd de Caravaggio, que el museo ha colocado debajo de una inscripción donde se anuncia que ahí sólo habrá pintura española. Da igual: la luz que Caravaggio puso encima del muchacho es también una luz española, porque la luz, como estos chicos con los vaqueros rotos, es de todas partes.

Menos mal que nos queda Portugal, dicen los irónicos rockeros gallegos. Menos mal que nos queda El Prado, dicen en Madrid aquellos que son expulsados de la calle por el poder sofocante del calor.

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