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Sequía lectora

Enrique Gil Calvo

Se da por sentado que las vacaciones son el tiempo de lectura por antonomasia: sea por la mayor disponibilidad de ocio, sea por la conveniencia de distraer las rutinas mediante su diversión por esos otros mundos paralelos que la lectura proporciona. Sin embargo, del dicho al hecho hay un buen trecho. Pues se diría que también los lectores se toman vacaciones, quizá forzosas. Al menos, así cabe deducirlo de algunos indicios: la prensa disminuye drásticamente sus páginas y su tirada, los quioscos cierran, las librerías actúan bajo mínimos, las distribuidoras paran (o hacen huelga de celo) y resulta prácticamente imposible hallar los libros que se desean (especialmente los escritos por quien los busca). Pero no desesperemos, pues siempre cabe atribuirlo no tanto al estío como al estiaje: a la pertinaz sequía lectora que, a juzgar por las más variadas encuestas, tan gravemente nos aqueja. En efecto, los españoles leemos mucho menos de lo que cabría esperar, dado nuestro nivel de renta. ¿Por qué?Debido a lo tardío de nuestro proceso de industrialización, en España se invirtió el orden histórico en el acceso masivo a los distintos medios de comunicación. En el norte de Europa, tempranamente industrializado, la lectura de libros y de prensa se extendió y democratizó durante el siglo XIX y comienzos del XX, es decir, mucho antes de la llegada de los medios de comunicación de masas, que, cuando se produjo masivamente tras la Segunda Guerra Mundial, ya cogió a las poblaciones industrializadas con unos sólidos hábitos de lectura irreversiblemente interiorizados, a los que ya no se habría de renunciar por mucho que creciera la seducción audiovisual. En cambio, en el caso español, la industrialización sobrevino tan tardíamente (tras 1950) que no dio tiempo a que se extendiesen y democratizasen sólidos hábitos de lectura con anterioridad a la llegada de la televisión, que, cuando sucede (en 1957), encuentra a una población indefensa, sin anticuerpos lectores capaces de inmunizarla y contrarrestar el virulento contagio audiovisual. Así, excluida una fracción minoritaria que ostentaba sus virtudes lectoras como un signo de distinción, un gesto de esnobismo y un ritual elitista, la mayoría de los españoles aprendió antes a consumir televisión que a soportar con avidez los placenteros costes de la lectura.

Sin embargo, la anterior argumentación, si bien suele ser comúnmente aceptada, no parece suficiente para explicar toda la magnitud de nuestra sequía lectora. Así que debe haber algo más. Como sucede con el resto de los mercados, la lectura efectiva es el resultado del ajuste entre la oferta y la demanda. Por tanto, si se lee poco, una de dos, o es por la mala calidad de la oferta, o es por el bajo tirón de la demanda (sin descartar la verosímil combinación de ambas carencias). En un artículo anterior, donde comparaba el abstencionismo electoral con el absentismo lector, sugerí que, tal y como atribuimos la baja participación cívica de los españoles a la mala calidad de nuestra clase política, otro tanto podríamos hacer con los hábitos de lectura: si en España se lee poco, bien pudiera ser por la baja calidad de la oferta publicada. ¿Son ineficaces nuestros escritores y nuestros periodistas para excitar la atención lectora de la audiencia?

Algo de esto debe haber, sin duda, dada la formación improvisada y clandestina de nuestras clases intelectual y periodística. Al igual que hubo que habilitar políticos democráticos de la noche a la mañana, también hubo que hacer lo mismo con redactores, escritores y columnistas. Y hoy se nota en ambos gremios la misma resaca de la transición democrática, tras cuyo fin la saciedad de las ambiciones ha acabado por anidar en una estéril frustración moral. Así se explica el cansado malhumor de tantos buenos periodistas, ante el basto hedor que despiden quienes se amparan en la libertad de prensa para desplumar a los crédulos con su oferta de carnaza. Pero peor todavía es lo que sucede en mi propio gremio de escritores e intelectuales, donde a la resaca del fin de la transición se sobre añade la caída del muro de Berlín y la subida del telón de acero, que han descolocado por completo a toda nuestra intelligentsia, privándola tanto de argumentos retóricos como de razones históricas. ¿Cómo articular hoy un progresismo creíble, y tratar de encender así el entusiasmo cívico? Ante semejante reto, la mayoría de nuestros escritores (excluida la fracción interesadamente antiamericana) se limita a desertar de su función pública, esquivando cualquier compromiso y eludiendo su responsabilidad intelectual. Parece, pues, conveniente que surja una nueva generación de autores, capaz de relevar a los dinosaurios que se cebaron en las crisis de los setenta y ochenta sin haber sabido olerlas, prevenirlas ni curarlas.

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Pero para leer hacen faltados, y a la coyuntural baja calidad de la oferta hay que sobre añadir la actual caída de la demanda: ¿por qué leen hoy tan poco los españoles, con independencia de cuál sea el nivel profesional de escritores y periodistas? Ante todo, claro está, por la misma resaca de la transición, que tanto está afectando a toda nuestra cultura cívica. En efecto, en un primer momento, y al compás de la incertidumbre generada por las sucesivas crisis, el interés por la lectura creció sobremanera. Coyunturalmente, entre 1973 y 1983, los índices se dispararon, y pareció que nos aproximábamos en hábito lector a los niveles de Europa. Pero cuando la incertidumbre política y económica cesó, y la transición se fue consolidando, el espejismo empezó a desvanecerse y el público se fue desinteresando de la lectura. ¿Cómo sucedió? Varios factores lo han hecho posible. Primero, la falta misma de necesidad de leer: no habiendo ya incertidumbre, ni problemas preocupantes que resolver, ¿por qué molestarse en interesarse por la cosa pública? Después, la propia resaca propiamente dicha: tras el previo exceso de politización y radicalismo, se produjo la sobrecarga, la saturación, el cansancio, el retraimiento, el desencanto, la apatía y, sobre todo, la frustración de unas descabelladas expectativas de cambio desmesuradamente encendidas. Y, por último, la pérdida de prestigio de la actividad lectora: si en los setenta estaba de moda presentarse con libros bajo el brazo, hoy, en cambio, sólo parece indicio de malhumor, aburrimiento, pesadez y antigüedad. ¿Qué ha pasado?

Tres razones me parece que pueden explicarlo. Ante todo, la lectura ha perdido prestigio porque antes era una actividad rebelde, radical, subversiva y transgresora (dado que el orden social vigente desconfiaba de quienes leían, por temor a que se hiciesen demasiadas preguntas), mientras que hoy resulta por completo inocente, usual, prosaica e inofensiva: ¿cómo sentirse atraído por algo tan poco excitante como la lectura? En segundo término, la lectura, al democratizarse tanto con la extensión masiva de la escolarización secundaria y universitaria, ha dejado ya de ser un signo de distinción elitista (y, por tanto, una muestra de esnobismo mimético) y ha pasado a convertirse en algo corriente y moliente, al alcance de cualquiera: de ahí que ya no pueda resultar envidiable, al revelarse como un signo de vulgaridad. Y, en fin, la lectura, que antes era un privilegio varonil (como rito de educación sentimental reservado a los varones de familia cultivada), ha pasado a feminizarse sobremanera. En efecto, debido a que la escolarización femenina ya ha sobrepasado con creces a la masculina, las mujeres también han superado a los hombres en su índice de lectura (excepción hecha de la prensa diaria): y así lo revelan tanto las encuestas como el éxito sorprendente de la nueva narrativa española. Hoy, las chicas leen mucho más que los chicos: justo al revés de lo que antes sucedía. Por tanto, al igual que sucede con el resto de actividades que se feminizan (como fumar, ser funcionaria o dedicarse a la enseñanza), la actividad lectora ha resultado inmediatamente devaluada por el vigente machismo de nuestra sociedad. En suma, no se trata tanto de que haya caído la demanda social de lectura como de que sobreviva entre nosotros la sobrevaloración de los signos masculinistas de arrogancia elitista: y la lectura ha dejado de serlo ya.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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