Lo natural y lo humano
El admirable equilibrio de la naturaleza no es precisamente el resultado de un plan preconcebido que asegure la armonía entre los seres vivos y entre éstos y el medio ambiente, un plan en el que cada parte complemente y proteja a la otra.El oxígeno no está en la atmósfera para que nosotros lo respiremos; es un gas producido residualmente por los primeros organismos vivos sobre el planeta, que no lo necesitaban, y presente por tanto durante el periodo de evolución posterior, en que surgieron especies como la nuestra, que sí lo necesitan porque nacieron adaptándose a un medio en el que el oxígeno ya existía. Ni las frutas y verduras han sido diseñadas para satisfacer nuestro gusto y alimentarnos, sino que nuestra especie ha sido conformada evolutivamente en un entorno con esas frutas y verduras de modo que pudiera aprovecharlas. Ni el ozono ha sido puesto por nadie para protegernos, sino que nosotros estamos adaptados, a un cierto nivel de radiación ultravioleta que es el existente sobre la superficie de la Tierra como resultado, entre otros factores, de la existencia de esa capa. Ni, en general, nada responde a esa visión paternalista, ampliamente extendida, de previsión y orden, un tanto beata y penetrada, de misticismo.
Ese equilibrio es el resultado de la acción combinada dé fuerzas ciegas y en pugna; de las relaciones, generalmente conflictivas, entre las especies, y de la necesidad de que éstas se amolden a las condiciones de su entorno. Ese equilibrio, siempre cambiante porque es frágil, extraordinario y admirable como se nos aparece, está muy lejos de ser el resultado de una, especie de pacto de convivencia entre las partes.
En efecto, las especies, animales o vegetales, o grupos de especies actuando conjuntamente, tienden a consumir la mayor cantidad posible de espacio y de nutrientes, presionando sobre todas las otras y sufriendo a su vez la presión y la competencia de éstas, único freno a su expansión ilimitada. Los ajustes entre especies se producen a través de aumentos y disminuciones drásticas en sus poblaciones por efecto de ventajas o desventajas comparativas de especies concurrentes en combinación con cambios en el medio ambiente.
En el interior de cada especie, aparte del instinto de alimentar a los retoños, activado temporalmente por determinados estímulos, y de rudimentarias formas de agrupación que favorecen la supervivencia de los grupos, no se conocen formas de comportamiento que tengan relación con lo que los humanos llamamos solidaridad, de hecho, no se saca adelante a los especímenes nacidos débiles o con algún tipo de minusvalía ni se protege la vida de los viejos o enfermos.
Y en cuanto a las relaciones entre especies, el panorama es literalmente brutal. La historia de la Tierra es la de la imposición de unas especies sobre otras, hasta el punto de la desaparición total de muchas de ellas, fenómeno éste presente a lo largo de toda la historia de la vida sobre la Tierra por efecto de mejores adaptaciones al medio de sus competidoras o víctimas de cambios naturales bruscos de ese mismo medio. Se ha ido dejando así el camino expedito para que prosperen otras que no existían antes o que habían sobrevivido en precario, literalmente acoquinadas por las más fuertes, como ocurrió verosímilmente en el tránsito del reino de los dinosaurios al de los mamíferos, hace ahora unos 70 millones de años.
La dimensión temporal en que tienen lugar estos procesos, muy dilatada en términos humanos, hace que no los percibamos en su dramatismo real, pero si pudiéramos observar la historia de la vida sobre la Tierra a ritmo acelerado podríamos ver hasta qué punto ese equilibrio natural se basa en relaciones de fuerza y hasta qué punto también está permanentemente amenazado, roto y vuelto a recomponer según cambian esas relaciones.
Si se diera el hipotético caso de una especie o un pequeno número de ellas que pudieran, por acumulación de ventajas adaptativas, imponerse a todas las demás, colonizar el planeta entero y sobrevivir por sí mismas acaparando todos los medios de supervivencia, la lógica de lo natural llevaría ineluctablemente a esa conclusión. Esa especie se convertiría, pues, en un auténtico cáncer para todas las demás, destino, por otra parte, que no podría ser más natural en las condiciones descritas.
La naturaleza es el reino, ciego y complejo, de la imposición y no contiene, en consecuencia, mensajes morales que nos sean de utilidad; no nos enseña cómo usar de las capacidades únicas de la especie humana, adquirídas a lo largo de su propia evolución, para alterar o preservar el entorno; no refleja, en la lógica de sus leyes y de su historia, ningún propósito expresable en términos de lo que entendemos por virtudes humanas. Ése era, precisamente, el punto de vista de Darwin, y lo sigue siendo de científicos de la naturaleza penetrantes y rigurosos de hoy día, como S. J. Gould. Otros científicos, también en la tradición darwinista, como T. H. Huxley, han sido más radicales y han afirmado que lo que llamamos bondad o virtud, lo que sirve para calificar éticarnente nuestras conductas, consiste en actuar justamente en contra de las pautas de lucha por la existencia vigentes en el mundo de lo natural. Lo más genuinamente humano, lo que consideramos conquistas de la cultura y de la civilización, estaría al margen de lo natural en un caso o en su negación en el otro. Utilizo, como es obvio, en este párrafo y en los siguientes el término natural en un sentido que excluye justamente lo que es característico de la especie humana.
Las pautas de comportamiento en las relaciones entre grupos humanos o entre los humanos y el resto de los seres vivos no pueden, en consecuencia, derivarse de las que rigen el mundo de lo natural. Deben derivarse de lo que nos es estrictamente diferencial, de lo que nos ha separado del resto de los seres vivientes: el ejercicio de la razón, cuyo resultado acumulado ha dado lugar a la cultura y a los valores que conforman lo que llamamos civilización.
La solidaridad, por volver a un ejemplo ya mencionado, es una creacion genuinamente humana; no es imaginable en el mundo natural comportamientos solidarios, siendo posibles otros, en términos humanos más egoístas, insolidarlos o destructivos, pero más ventajosos en lo inmediato. Nos sentimos conmovidos y afectados por las tragedias de las personas o los pueblos que sufren calamidades naturales o provocadas, que son víctimas del hambre y la enfermedad. Y nos sentimos también responsables de su sufrimiento, aunque lo cierto es que en la práctica estamos muy lejos de proporcionarles el apoyo efectivo exigible; pei o cuando el gesto solidario se produce, nos aleja precisamente de las pautas ,naturales y nos hace por ello más humanos. Y cuando, como desgraciadamente ocurre con frecuencia, los comportamien-
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Lo natural y lo humano
Viene de la página anteriortos individuales o colectivos no son solidarios, vivimos esa situación como una imperfección, un fallo en nuestro proceder que nos hace precisamente menos humanos.
En cuanto a nuestra relación con el resto de los seres vivos, el hecho es que la especie humana está hoy en condiciones de acaparar y dominar a su antojo al planeta entero y al resto de las especies vivientes. Puede hacerlo, como haría cualquier otra especie en idéntica situación, pero tiene al mismo tiempo la capacidad de autolimitarse en el uso de ese poder, siendo esta última característica específicamente humana. En ese sentido, la conciencia ecologista verdadera, que nos induce a proteger el entorno aun cuando podríamos dañarlo por aprovecharlo, a imponernos limitaciones en nuestra capacidad de intervención sobre el medio ambiente, es una estricta creación humana ausente también en el mundo de lo natural; y no sólo humana, sino propia de un mundo civilizado, más cercano del reino de la libertad, que sólo tiene sentido en un contexto humano, que del reino de la necesidad.
Esa conciencia ecologista, racional y ajena a cualquier fundamentalismo santurrón y obtuso, va más allá de la mera consideración de los daños que a largo plazo podrían derivarse de una actitud destructiva e irresponsable, aun cuando una tal consideración, desde luego inimaginable en otras especies, sea perfectamente válida y deba ser tenida en cuenta. Es también el resultado de asumir un papel singular sobre el planeta, propio de quien tiene la capacidad de elegir entre destrucción y conservación y que nos lleva a aceptar una responsabilidad única sobre el conjunto de la biosfera. Otorgamos derechos a otras especies y al mundo de lo natural, que de por sí no tienen, y lo hacemos, nos obligamos a proteger el patrimonio biológico terrestre, porque somos distintos, porque somos humanos.
Un ejemplo de grave amenaza para la especie humana y también para el medio ambiente es la superpoblación, causa común, aunque no única, de multitud de penurias y agresiones presentes y futuras. La superpoblación es el resultado de la aplicación, aún parcial y limitada, de un cierto número de avances en la prevención y curación de enfermedades con una gran incidencia en la mortalidad infantil, en la supervivencia de las mujeres en los partos y en la prolongación del tiempo de vida de los adultos, conquistas todas de las sociedades modernas, pero sin haberse producido al mismo tiempo el cambio a la mentalidad racional y a la cultura propias también de esa misma sociedad moderna.
En el mundo de lo natural, un proceso similar de superpoblación es concebible, y su desarrollo y desenlace, previsibles. En efecto, la adquisición de una ventaja que permita a una especie o grupo de especies el aumento sostenido en el número de especímenes y la prolongación de su vida repercute necesariamente sobre el entorno que es aprovechado-destruido en su beneficio, continuando el proceso mientras es materialmente posible. Si al final del mismo los daños producidos son tales que hacen inviable la supervivencia de esa población, se produce una catástrofe que la reduce drásticamente o que la hace desaparecer por completo, reiniciándose el proceso evolutivo sobre la base de la situación creada tras la catástrofe. Nada hay en este tipo de procesos que pueda calificarse como cruel o reprobable, sencillamente porque son ineluctables en el entorno de lo natural.
Si la especie humana, por un uso irracional y abusivo de sus capacidades, se ve abocada a ese destino, no habrá traspasado el umbral de lo natural. Desde esa perspectiva, la oposición al control de la natalidad es una actitud literalmente inhumana y nos retrotrae a pautas de comportamiento impropias de seres racionales, aunque vigentes, desde luego, en el juego de las ciegas leyes de lo biológico. Y en este caso sí que puede hablarse de crueldad o irresponsabilidad, porque la razón nos permite evaluar las consecuencias de nuestros actos y elegir entre varias alternativas. Lo genuinamente humano consiste, por el contrario, en superar ese estadio y los prejuicios y fanatismos, sean estos de tipo religioso o no, que nos mantienen atenazados a el y someten nuestra inteligencia, al tiempo que superamos la dependencia física del medio natural y la miseria que engendra la carencia de lo más necesario para la subsistencia.
El equilibrio de la naturaleza depende hoy de la especie humana como nunca antes dependió de especie alguna. Pero su futuro y, la esperanza de su preservación está precisamente en que actuemos según criterios estrictamente humanos, de racionalidad e inteligencia; es decir, por completo ajenos, cuando no contrarios, a los que han conformado hasta ahora ese mismo equilibrio natural.
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