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Partidos políticos y Administración pública

Decía el profesor García Pelayo en su libro El Estado de partidos (de lectura siempre recomendable) que "el distanciamiento de la Administración, es decir, su imparcialidad, frente a los partidos individualmente considerados es un supuesto fundamental para la existencia del Estado de partidos".Merece la pena recordar esta idea, aunque pueda parecer elemental, sobre todo ahora que arrecian las críticas contra ciertos comportamientos habituales de los partidos políticos en los últimos años y se debate sobre su revisión. Porque los partidos son, sin ninguna duda, esenciales para el funcionamiento de la democracia moderna, insustituibles en su papel de instrumentos fundamentales para la participación política, que les asigna el artículo 6 de nuestra Constitución. Pero su actuación está sometida a un conjunto de límites, cuya transgresión comporta el riesgo de debilitar el crédito de las instituciones democráticas y provoca actitudes de rechazo hacia lo público, de insolidaridad y de individualismo poco responsable, cada vez más difundidas. Uno de esos límites -y no el menos importante- es, precisamente, el necesario respeto de la imparcialidad u objetividad de la Administración.

Este límite sustancial, que también se deduce expresamente de la, Constitución (en concreto, de su artículo 103.1), debe ser entendido en sus justos términos. Por supuesto, no. significa que las administraciones públicas, es decir, las burocracias profesionales, sean independientes del poder político o que constituyan un reducto inmune a la acción política, movido por pretendidos impulsos asépticos de orden eficientista. Semejantes concepciones tecnocráticas constituyen una falacia, como nuestra historia preconstitucional demostró sobradamente, y muchas veces ocultan tentaciones corporativistas y de patrimonialización de los aparatos públicos por grupos privilegiados de funcionarios. En un régimen democrático está claro que la Administración está subordinada a la política, esto es, conforma el instrumento de que se sirven los partidos políticos que han obtenido el refrendo electoral mayoritario para llevar a la práctica sus programas.

Sin embargo, una cosa es que los gobernantes elegidos democráticamente dirijan la acción administrativa y otra muy distinta que invadan o se apropien de la Administración y puedan ocasionalmente utilizarla con fines particulares o en provecho del partido a que pertenecen. Dicho de otra manera, el ámbito propio de la política es el de la dirección, es decir, la determinación de los fines, objetivos y reglas de funcionamiento administrativo, así como la adopción de las decisiones más importantes. En cambio, la aplicación de esos fines y objetivos, la gestión cotidiana, la adopción -de las decisiones puntuales, es el ámbito propio de la función administrativa, que debe llevarse a cabo por los profesionales de la Administración, con criterios técnicos y garantías de imparcialidad, sin acepción de personas o grupos. La interferencia de los intereses partidistas en esta esfera genera ese otro tipo de desviación del sistema democrático -el opuesto de la tecnocracia- que se suele denominar (con un ítalicismo no casual) partitocracia.

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En definitiva, las constituciones democráticas, y entre ellas la nuestra, han venido a sancionar una especie de división de funciones en el área de lo que tradicionalmente se llamaba el poder ejecutivo. Por un lado, y en situación de preeminencia, se desarrolla la acción de gobierno, que es el campo de expresión de las legítimas opcíones políticas (en el marco de la Constitución y de las leyes). Subordinada a ella, pero, sin confundirse con ella ni diluirse en ella, se sitúa la acción administrativa, que consiste en aplicar las leyes y las directrices políticas del Gobierno, pero con criterios profesionales y con objetividad. Esta división de funciones es un postulado obvio de la teoría política y del derecho público de los Estados democráticos de nuestro tiempo. No obstante, no resulta superfluo insistir en que debería respetarse en todo caso y no sólo en la Administración del Estado, donde por lo general se observa con mayor rigor, sino también en los niveles regionales y locales. Más aún, debería ser una idea asumida por todos los responsables políticos (al igual que por los funcionarios) y garantizada mediante leyes adecuadas, pues su desconocimiento o tergiversación es una de las causas de algunos graves defectos de funcionamiento de nuestro sistema constitucional que se están evidenciando en los últimos meses.

Pongamos como ejemplo de lo dicho tres tipos de actividades particularmente sensibles a lit interferencia de los partidos en la esfera administrativa: la contra.tación pública, los subsidios y subvenciones y el reclutamiento de personal. No se puede dudar que la decisión de contratar tal o cual obra o servicio público y de determinar las características que el contrato debe reunir para satisfacer el interés público es una decisión política que, sin peiJuicio del debido asesoramiento técnico, corresponde adoptar a los órganos de dirección política de la Administración. Pero resolver el concurso entre contratistas, determinando cuál es la oferta más ventajosa, es una decisión técnica, que debería ser adoptada (y no sólo propuesta) por órganos funcionariales especializados, con las mayores garantías de imparcialidad. Algo parecido puede decirse de los subsidios y subvenciones. El nivel de la decisión política se cífie en este aspecto a establecer qué tipo de actividades se quieren subvencionar y a señalar los requisitos objetivos y los compromisos que deben reunir y asumir los destinatarios de las ayudas públicas. Pero el otorgamiento de las ayudas, comprobando la concurrencia de los requisitos exigidos, y el con¡rol del destino efectivo de los fondos deben corresponder a órganos o comisiones de funcionarios, cuya permanencia en sus cargos no depende del favor o el disfavor de los electores. Del mismo modo, a los responsables políticos de cada Administración corresponde aprobar la oferta de empleo público y las convocatorias de concursos y oposiciones, estableciendo sus bases. Pero sólo a órganos puramente profesionales debe corresponder evaluar qué aspirantes reúnen los méritos y capacidad necesarios.

A la vista de algunos sucesos recientes cabe preguntarse si nuestra legislación establece en estos casos (y en otros semejantes) garantías suficientes de respeto de la imparcialidad administrativa. No se entiende bien, por ejemplo, desde esta perspectiva, por qué la propuesta de, una mesa de contratación puede ser rechazada por el órgano político ¿le decisión, al menos, sin una motivación suficiente; por qué la verificiación del cumplimierito de los requisitos que condicionan la percepción de algunos subsidios públicos se realiza por alcaldes u otros cargos políticos y no por funcionarios; por qué en algunas administraciones cargos de dirección política o cargos de confianza política presiden tribunales de oposiciones y concursos o deciden libremente la provisión de puestos de trabajo en el seno de la función pública. Ciertamente, conviene no dramatizar, pues todos los días se adjudican contratos públicos, se conceden ayudas y subvenciones y se seleccionan empleados públicos, sin que seadviertan en la mayoría de estas actividades indicios de irregularidad o parcialidad. Pero es evidente que esta regla tiene excepciones. Y no siempre los controles a posterior¡ de los tribunales de justicia, del Tribunal de Cuentas.> del Defensor del Pueblo o incluso los controles parlamentarios son los más eficaces. A. veces son más bien motivo para la polémica o piedra de escándalo, porque hay quien prefiere poner el énfasis en que se ha descubierto una irregularidad, con independencia de que después se corrja. Sería necesario, por tanto, apurar las garantías previas, aquéllas que consisten en delintitar claramente las responsabilidades políticas de las admiriístrativas, porque más vale prevenir que curar.

Claro es que eso supone que los partidos políticos renuncien a algumis áreas de poder e influencia que han venido detentando hasta ahora. Pero, en las actuales circunstancias, esta renuncia no sería tanto un ejercicio de generosidad como de clarividencia política.

Miguel Sánchez Morón es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Castilla Mancha.

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