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Modelos para el desastre

Fernando Savater

Nunca he comprendido demasiado bien la fascinación que ejerce la propaganda de los desaguisados en ciertas personas sorprendentemente sugestionables. El estupendo Julio Camba escribió un artículo contra esas funerarias -hace poco no infrecuentes en España y aún hoy en México- que exhibían ante el peatón su surtido de ataúdes. Decía Camba que lo lógico es poner en los escaparates mercancías que puedan con su aspecto atrayente despertar deseos de compra incluso en el que menos las necesita; pero ¿a quién puede entrarle ganas de comprar un ataúd antes de hora, por muy bien presentado que se lo ofrezcan? En su día esta argumentación humorística me resultó concluyente, pero ya no tengo las cosas tan claras. No me extrañaría que hubiese viciosos para encapricharse de los catafalcos al verlos de oferta, lo mismo que no faltan quienes se apuntan a imitar con entusiasmo la última barbaridad que han visto en la tele aunque ello les cueste el pellejo.Entendámonos: no me parece demasiado raro, aunque pueda desaprobarlo por razones de índole moral, que algún televidente o lector asiduo de revistas porn6políticas se sienta inducido a imitar las escabrosas aventuras del Dioni, en vista de lo bien que le han salido y lo simpático que se ha hecho ante los cretinos que ya no respetan ni la memoria de Robin Hood. De vez en cuando puede leerse la noticia de una gesta quizá no demasiado legal ni muy recomendable desde el punto de vista cívico, pero capaz de encendernos la imaginación vital algo enmohecida por la rutina. Es lo que le ocurrió a muchos al conocer el audaz vol de nuit de Matias Rust hasta la Plaza Roja (sin duda el verdadero comienzo histórico de la perestroika) o lo que sentí yo el otro día al oír hablar de las gloriosas fechorías que llevó a cabo en un pueblecito holandés cierto joven despechado por su novia. Como la moza no quería verle, el chico se subió a la mayor pala excavadora que pudo encontrar y se abrió paso hacia el domicilio de la esquina a volquetazo limpio. Sesenta automóviles, varios cobertizos y otros edificios menores fueron víctimas incruentas de esta frustración amorosa, de perfiles no demasiado corteses pero sí sublimemente urbanos. No es que yo diga que se trata de un comportamiento edificante -¡todo lo contrario!-; pero, al enterarse, uno piensa: "Caramba, no debe estar mal hacer algo así al menos una vez en la vida...".

Lo que me cuesta aceptar es que haya quien sienta la misma reverencia mimética al leer en el periódico que uno se ha partido la crisma (tras rompérsela a varios más) conduciendo a cien por hora y a mano contraria por una autopista o que otro se ha quemado las entrañas bebiéndose una botella de lejía. Sin embargo, no cabe duda que el nefasto ejemplo funciona. Basta que los medios de comunicación informen con cierto detalle de las atrocidades de algún conductor suicida para que a media docena de descerebrados les entren unas ganas locas, nunca mejor dicho, de imitar ese medio criminal de remitirse al otro barrio. Y lo mismo ocurre cuando se da publicidad a otros sofisticados medios de abreviar la existencia propia o de fastidiar con horrores la ajena. No hay más remedio que admitir que nuestras sociedades están llenas. de chalados, capaces de comprarse cualquier ataúd que vean anunciado en la prensa o en la televisión, diciéndose "¡Deben de estar de moda!". Por ignorar esta evidencia, la truculenta propaganda prohibicionista en tomo a la droga no hace más que despertar 10 vocaciones de muerte por cada uno de los posibles usuarios a los que se hace desistir del discutible delito. ¡Ay, qué poquita gente se tiene aprecio racional a sí misma en esta sociedad tan supuestamente egoísta en la que vivimos!

Convencido ya por dolorosa experiencia de esta verdad, no me ha extrañado demasiado que diversos líderes nacionalistas de nuestro Estado hayan mostrado por los episodios independentistas de los países bálticos, Eslovenia, Croacia, etcétera, el mismo arrobo teñido de fervor mimético que otros dedican a los conductqres suicidas o a los bebedores de lejía. ¡El nacionalismo disgregador está de moda, es lo que se lleva en la presente temporada europea! Hombre, uno entiende muy bien que el mapa actual del continente es un producto artificial, fruto de convenciones impuestas a veces a sangre y fuelo. Ningún Estado tiene origen inocente, por lo mismo que ningún pueblo puede ser natural: siempre está por medio el juego de voluntades políticas, en el que no siempre triunfan los más razonables ni los más generosos. Además, las dictaduras comunistas han perpetuado y agravado enemistades étnicas seculares, enconando las cicatrices de tantas matanzas, algunas bien recientes, a través de las cuales se ha ido forjando lo mejor y lo peor de la realidad europea. Es muy probable que divisiones territoriales establecidas hace unas décadas tras las terribles convulsiones bélicas y mantenidas por la pura presión totalitaria deban hoy (o mañana) ser modificadas de acuerdo con los aires menos brutales que soplan en los países del Este.

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Sin embargo, poco de entusiasmante ni de progresista cabe discernir en los afanes nacionalistas allí encrespados. Desaparecidos los partidos únicos que gobernaban y no existiendo otros con un mínimo de arraigo popular, la vía de exaltación nacionalista está funcionando como la nueva arena de torneo para la promoción de élites dirigentes. Pero ello a costa de que se preste más atención a los odios tribales que a los derechos positivos de los individuos y de que se promueva un organicismo social tan oscurantista o más que el recientemente desaparecido. Los pescadores gananciosos en ese río revuelto suelen tener los rasgos más atrabiliarios y demagógicos que cabía esperar. Y para colmo, el caso de la Unión Soviética y el de Yugoslavia comprometen con su ejemplo desastroso el modelo federal de Estado en el que, con razón ilustrada, se confla para resolver conflictos semejantes y aun la propia Comunidad Europea. Si la disolución de entidades políticas que tienen menos de un siglo de existencia comportan tanto derroche de odios y tantos enfrentamientos civiles, incluso sangrientos, no parece imaginable que puedan romperse convenciones varios siglos más antiguas con menor costo histórico y político. Todo ello por no sefialar además los perjuicios que la mentalidad nacionalista de los Estados ya constituidos suponen para cualquier viabilidad de una Europa efectivamente unida. Desde luego, el nacionalismo está de moda en Europa: pero se trata de una moda como la del sida, no como la del topless. Temo, empero, que ello no disminuya la admiración retórica que ciertos líderes nacionalistas de nuestros pagos parecen experimentar por esta nueva oferta de ataúdes...

Fernando Savater es catedrático de Ética de la Universidad del País Vasco.

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