El ruido y la felicidad
Foto: Cristina García RoderoQuiero entrar hoy en la Andalucía campesina, la más extensa y clásica de todas las Andalucías, que apenas entreví cuando iba en busca de la monumentalidad de sus palacios árabes y renacentistas, o del deslumbramiento cegador de sus pueblos enjabelgados.
Los sociólogos conocen mejor que los turistas la Andalucía de campos feraces y latifundistas feroces, asiento de masas de campesinos sin tierra, tradicionalmente castigados por el paro endémico, el caciquismo,y las grandes hambrunas históricas.
Entre Sevilla y Jerez de la Frontera, muy cerca del Guadalquivir, Lebrija fue una muestra arquetípica de la Andalucía trágica, violenta a veces, y permanentemente humillada. La Andalucía trágica es el título de una serie de artículos que Azorín dedicó a Lebrija en 1905. El texto delataba una realidad tan penosa e injusta que motivó el fin de sus colaboraciones en El Imparcial.
Del paro, Lebrija parece haber pasado esta mañana de domingo a una frenética y peligrosa movida. Nutridos enjambres de motoristas recorren incesantemente el pueblo sobre potentes artefactos japoneses o raquíticos ciclomotores. Abundan éstos más que aquéllos, pero da igual, todos producen la misma cantidad de ruido y de sobresaltos. "La proximidad del circuito de Jerez ha metido en la juventud ese veneno", me dice un cliente del bar El Palaustre, donde saboreo una copa de manzanilla a ver si de verdad es buena para el calor (de entrada, Susana confirma que es buenísima, aunque no sepa todavía para qué, ni le importe).
Lebrija es un pueblo con tradición subversiva, pero también alegre y festero, cuna de grandes cantaores. En Lebrija hay muchos gitanos, que conviven sin problemas con los payos. Aquí los gitanos son tan gente como cualquiera, algunos de ellos incluso más: concejales, maestros... Al Cristo de los Gitanos le regaló una capa Curro Romero, que tiene muchos devotos en esta localidad, y con ella lo pasean por la calle -al Cristo, no a Curro- en procesión. El pueblo es bastante rojo -ahora, dentro de un orden, por supuesto- en Lebrija, pero a la Virgen del Rocío, a Curro Romero y a ese Cristo todo el mundo los toma con absoluta seriedad.
Quiero saber si hay algún cantaor gitano, y me responden que en Lebrija todo el pueblo canta. "¿Cante grande o cante chico?", pregunto, para que se sepa que habla un entendido. "Detó meno sheshé", responde mi informante. No conozco ese palo, y me callo, prudente. Un testigo traduce lo que acabo de escuchar: "Que se canta de todo menos ye-yé".
Si levantara la cabeza Elio Antonio de Nebrija; ilustre hijo de aquí y autor de la primera gramática de la lengua castellana, y oyese hablar a sus paisanos, completaría su obra con un manual de fonética. Los lebrijanos se comen todas las consonantes que pueden digerir y desconocen la existencia del fonema ese, que sustituyen por una zeta omnipresente y espesa. "Bruzela es la clave del desarrollo de este pueblo", me dicen en la taberna siguiente. Me pregunto qué será la bruzela esa. ¿Un nuevo cultivo? ¿Un fertilizante? Susana, que tiene mucho talento para los idiomas, me orienta en voz baja: "La capital de Bélgica".
Al alcalde de la democracia, Antonio Torres, ex seminarista, socialista y psiquiatra, todo el mundo le da crédito por el bienestar que disfruta Lebrija. Con su bagaje cristiano, marxista y freudiano, Antonio Torres se personó en la Comunidad Europea -"Yazabuzté: Bruzela-
y consiguió capital extranjero para montar una fábrica de material sanitario. Eso ayuda a la prosperidad del pueblo, que, sin embargo, depende fundamentalmente del auge de la construcción. Hay albañiles que ganan 8.000 pesetas diarias. Pero, qué va a pasar cuando se acabe de construir todo lo construible? La tierra sigue como siempre, en manos de cuatro, y la agricultura decae. Entretanto, la gente está contenta, no piensa en el futuro ni se acuerda del pasado, se ha vuelto conformista. Todos mandan a sus hijos a estudiar a Sevilla, todos pasan unos días junto al mar, en Chipiona. "Bueno, todos no", me susurra alguien al oído. "Queda pobreza, queda ignorancia, queda...".
Las Cabezas de San Juan, a 15 kilómetros de Lebrija, me depara varias sorpresas. La primera se produce nada más bajar del coche: estoy en la calle de Blas de Otero. "¿Qué haces aquí, Blas de Otero, con los ojos abiertos ... ?", me pregunto con sus propias palabras, y ya con las mías, a unos muchachos en edad de cursar sexto de bachillerato: ¿Quién es Blas de Otero?. No saben, no contestan. Planteo el enigma a un hombre entrado en años. "Qué quiere que le diga, debe ser cosa del Ayuntamiento, esta calle era antes la del general Delgado". Aunque los cabezenos se resisten a hablar, sobre todo del pasado, algo saco en limpio: me parece que aquí hay PSOE encerrado. Me equivoco por defecto: hay Izquierda Unida.
Mi visita tiene un motivo concreto: quiero conocer el escenario donde mi paisano el general Riego inició el pronunciamiento que obligó a Fernando VII a aceptar la Constitución. Al Fin, en 1988 le erigieron aquí un monumento a Riego. Está en la Plaza de los Mártires, nombre que no evoca, como sería de esperar, a las víctimas de la horda roja, sino -¡sorpresa!- a algunos desdichados integrantes de la propia horda, entre la que también se dieron mártires -y por estos pagos, tan próximos en 1936 a Quelpo de Llano, no pocos, según intuyo-.
Frente al balcón donde Riego proclamó la Constitución, se yergue, arrogante, una gran imagen del Sagrado Corazón de Jesús; enfrentamiento seguramente intencionado, del que pueden extraerse aleccionadoras conclusiones: la España sagrada prevalece y dura, en el balcón no queda nadie. ¿Nadie? Susana no está muy segura y, antes de marcharnos, saluda y sonríe. Se mueven los visillos. A lo mejor no fue el viento.
Sigo y sumo nuevas Andalucías, que no tengo más remedio que omitir para llegar pronto a Ronda.
Creo que Ronda tiene una especial significación dentro de Andalucía, que no sería lo que es sin las aportaciones de algunos ilustres rondeños. El poeta y rnúsico Vicente Espinel le añadió una quinta cuerda a la vihuela, dejándola así a punto de guitarra. Pedro Romero estableció las reglas que convirtieron lo que hasta entonces había sido una salvaje diversión de los españoles en el moderno arte de torear. De Ronda era también don Francisco Giner de los Ríos, más ambicioso en sus afanes reformistas que el propio Pedro Romero, aunque sus propuestas no lograran imponerse de modo tan contundente. En cualquier caso, ¿cómo sería Andalucía, y aun España entera, sin la guitarra, los toros y la Institución Libre de Enseñanza? Quién sabe; pero, sin,duda, diferente.
Ronda es producto de la más extraña geología, un extraordinario y literal parto de los montes. El hondo tajo que el río Guadalquivir abrió en la meseta en la que se asienta mantiene a la ciudad en vilo y la divide en dos partes: la moderna, que asciende hacia el norte para detenerse al borde de otro abismo, y la antigua, que baja, no sin sobresaltos, hasta las murallas romanas y moras.
La Ronda moderna comienza en la explanada de El Mercadillo, donde la vieja plaza de toros convoca pequenos rebaños de turistas pastoreados por mayorales bilingües. Ronda atrajo desde siempre turistas de calidad, aficionados a los toros, como Hemingway y Orson Welles, o a los ángeles, como Rilke.
En el hotel Reina Victoria de Ronda, construido a principios de siglo por ingleses y para ingleses, vivió Rilke durante casi tres meses, desde diciembre de 1912. El cuarto que ocupó está fuera de servicio, dedicado a su memoria: una habitación pequeña, sin baño, pero con chimenea. De las facturas que pagó el poeta por su estancia entre el 28 de enero y el 2 de febrero deduzco que todos los días encendía el fuego, tomaba un té o un café y bebía agua mineral. En cambio, no consumía bebidas alcohólicas, ni se bañaba, ni daba ropa a la lavandería. La habitación tiene una ventana abierta a un panorama emocionante. El paisaje rondeño, visto desde ese punto que parece desasido del mundo, tiene algo de sagrado. ¡Qué pequeños y qué bajos, allá en lo hondo, los afanes humanos! Al atardecer, el extenso campo de olivos y pinares se distiende y se aleja hasta tropezar con el confin de la serranía. La sombra lo va borrando todo y únicamente quedan, nítidos, en el lejanísimo horizonte, el perfil de tres cordilleras sucesivas, la primera verde, la segunda gris, la tercera humo. Y detrás, sólo luz sin color, el cielo: nada.
¿Dije "el cielo: nada"? ¡Qué pensaría Rilke de mí!
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