Literaturas fantásticas
En el frenesí culturalista que ahora, durante los rigores estivales, suele combinar en sabio maridaje el amor a la enseñanza con el turismo y las vacaciones veraniegas, me ha tocado en suerte durante éstas ya casi caniculares calendas tomar parte en un simposio (con perdonable énfasis, así designamos a esos más o menos nutritivos ágapes universitarios), muy adecuadamente colocado bajo la dirección de María Kodama, hada encantadora que posee, y con su mera presencia ha ejercitado ante nosotros, la virtud de concitar en El Escorial el fantasma del difunto Borges. Estaba dedicado el simposio a estudiar las Literaturas fantásticas.¡Literaturas fantásticas! No acierto yo a ver qué literatura -entiéndase poesía- pudiera no ser fantástica. La literatura poética (a diferencia de otras literaturas: la discursiva, la didáctica, la política, la informativa, etcétera) es siempre -me parece a mí- resultado de una proyección Imaginativa que, sometiendo los materiales de la experiencia a libres manipulaciones de la mente, crea objetos de fantasía. Balzac, Zola, Dickens, Galdós fueron artífices literarios aplicados a elaborar tan atrevidas imaginaciones que hasta pueden engañar al lector ingenuo haciéndole creer que son realidad. Capturan con astucia a ese lector, lo arrebatan, lo encierran en su círculo, lo incorporan a su mundo imaginario y le hacen simpatizar con sus fantasmagóricos personajes, amarlos, odiarlos, temer por su suerte, compadecerlos, sufrir con ellos, regocijarse de su ventura; y así enajenado, el suspender la lectura y cerrar el libro es para el lector tanto como despertar de un sueño y caer de nuevo en la prosa de sus cotidianas cuitas.
Pero, en fin, puesto que de literatura realista y de literatura -o literaturas- fantásticas se habla, valdrá la pena que aceptemos esa convencional distinción para tratar de discurrir -aceptando también el plural y dando por cierto que haya varias distintas- sobre las clases, o al menos las modalidades, que la literatura no realista presenta o puede presentar.
Literatura fantástica sería aquella que, con mayor honestidad que la realista, renuncia a todo engaño y previene a sus lectores de que el producto que les está ofreciendo nada tiene que ver con ninguna experiencia empírica, actual o potencial. El autor del Pinocchio no pretendía que sus lectores creyeran en el fenómeno de prolongación nasal ocasionado por la condición mendaz de su personaje, ni tampoco el autor de Alice in Wonderland quería persuadir a los suyos de que, en efecto, la deliciosa criatura sufría de hecho los cambios de estatura que le atribuye. El aficionado a la literatura fantástica ha de ser persona de carácter lo bastante intelectural para ser capaz de acogerse a los mecanismos de la ironía; y si suspende la incredulidad es tan sólo para ponerla entre paréntesis en consciente operación de exquisito refinamiento; no desde luego con el inocente candor de quienes, inermes, se abandonan en manos del escritor, dejándose envolver por la literatura llamada realista. El autor de literatura fantástica cuenta con que sus lectores mantendrán la distancia suficiente para percibir en el fondo de sus invenciones un propósito satírico-moral, de modo que, por ejemplo, los Viajes de Gulliver pueden funcionar en dos niveles: como parábola para la reflexión adulta y, al mismo tiempo, como cuento de niños.
Por supuesto, también los cuentos de niños tienen su moraleja; más o menos disimulada o implícita, según la calidad poética de la obra, desempeñan también ellos una función ejemplarizadora y educativa. Tomemos en consideración, para empezar, los cuentos de hadas y relatos de índole análoga, donde lo maravilloso viene a romper las expectativas de la experiencia cotidiana. En la mente infantil las potencias de la proyección desiderativa apenas si están ceñidas o frenadas todavía por las limitaciones que impone el vivir responsable dentro de un ambiente social. El alma niña desea con vehemente impaciencia, y volando en alas de la imaginación, compensa los anhelos que en la práctica han de quedar frustrados, aplazados, irrisoriamente mermados y reducidos en su alcance. El toque mágico, la varita, el talismán, la gracia otorgada, operan de manera instantánea (pero -eso sí, adviértase- bajo condiciones muy rigurosas; el elemento didáctico está dado en las inviolables reglas del juego); esos factores sobrenaturales, digo, operan el súbito y maravilloso cumplimiento del deseo.
Este tipo de literatura fantástica ofrece el camino para escapar imaginariamente del terreno de la necesidad cotidiana, procurando un falaz alivio psicológico; pero al mismo tiempo establece contacto a su manera con el Misterio, con los poderes desconocidos que eventualmente pueden sernos favorables u hostiles, a los que nos dirigimos con temor y esperanza, y que constituyen en verdad el ineludible horizonte espiritual de toda vida humana. Quizá el rasgo común a las diversas literaturas fantásticas sea su intento de ejercer una presión inquisitiva sobre la frontera de lo sobrenatural, replantear de algún modo la pregunta eterna.
¿Cuáles serían las vías exploratorias que la literatura fantástica utiliza en su intento de alcanzar esa frontera, en su afán de traspasarla? Un repaso sumario permite enumerar enseguida unas cuantas: los fenómenos oníricos e interpretación de los sueños, las drogas alucinógenas, la locura, la especulación intelectual con categorías del conocimiento -tiempo y espacio- o con facultades psíquicas -percepción, intuición, memoria..-, y sobre todo, en muy variadas manifestaciones, el terror a la muerte y la ansiedad por superarlo.
Desde luego, es factible una clasificación de las literaturas fantásticas según el tipo de fantasía que utilicen; pero, por otra parte, habrá que contar con el hecho de que los motivos y los recursos suelen combinarse en las obras concretas con resultados híbridos. Ese imprescindible mal libro que es uno de los clásicos del género, el Frankenstein, de Mary Shelley, por ejemplo, se sale de la novela gótica, cuyos recursos acepta y rechaza a la misma vez, para incidir en la fantasía científica, que dará lugar a tan numerosas variedades, desde la que explota la colonización del espacio exterior hasta la que propone la construcción de un temible autómata con cerebro electrónico; pero la producción del monstruo de Frankenstein consiente, al mismo tiempo, ser entendida como un tácito homenaje a Rousseau y a su concepción del bon sauvage, pervertido por la sociedad. Por su parte, en el País de las Maravillas, las peripecias de Alicia tienen algo que ver con su ingestión de setas o no sé qué otra sustancia estimulante.
Por lo demás, los elementos de la literatura fantástica se introducen también, a veces con afortunadas mezclas, en la literatura realista. Bástenos recordar el poderoso ingrediente visionario en Miau, de Galdós -para citar tan sólo una de sus novelas-, o en cuentos de Clarín, como Mi entierro y La mosca sabia, donde la embriaguez y el sueño, respectivamente, crean un mundo de fantasía.
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