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La guardería global

Uno pensaba, ustedes disculpen la ingenuidad, que una sociedad más participativa y democrática permitiría que los individuos fueran más responsables; más libre, que tuvieran más iniciativa; más culta, que fueran más tolerantes; y más informada, que actuaran con más criterio. Pero los hechos parecen mostrar que estaba, y sigo estando, equivocado.Pues ocurriendo, como me parece a mí que ocurre, que la sociedad española es más democrática, libre, culta e informada que en el pasado, no parece, a juzgar por lo que se ve y se oye en la calle, en la radio y en la televisión, y lo que se lee en los periódicos, que los ciudadanos españoles hayan desarrollado las antedichas virtudes, favorecidas teóricamente por esos cambios políticos y sociales. No parecen, especialmente, sentirse y actuar más responsablemente.

En efecto, si hay alguna frase omnipresente en artículos, debates, tertulias, simposios o charlas de café o de mercado, es aquella que reza más o menos así: "De eso quien tiene la culpa es quien lo consiente". Y no se trata de la conducta de los niños en una guardería, ámbito en el que parece natural eximirles de ciertas responsabilidades en beneficio, o en perjuicio, de sus maestros y tutores. Es la tediosa cantinela con que nos abruman cada día y cada hora periodistas, pensadores, líderes políticos o de opinión, representantes de asociaciones de vecinos, de consumidores, de defensores del medio ambiente, de asociaciones profesionales y público en general. Y lo más grave es que eso del consentimiento parece ser el último y más sofisticado modelo de análisis político o científico de la realidad social.

Eso que se consiente puede ser el fraude fiscal o de otra naturaleza, el gamberrismo, la violencia en el fútbol o en la calle, las drogas, los delitos sexuales, el terrorismo, los intentos de linchamiento o cualquier otra lacra social. Y los que consienten pueden ir desde el Gobierno de la nación, consentidor por excelencia, a los Gobiernos autónomos y municipales, diputados y concejales, árbitros, directivos de toda laya, policías municipales, jueces o maestros de escuela.

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Esa insistencia en que no se consientan cosas, en una actitud preventiva de cualquier potencial desviación, bien por la vía directa del control previo de conductas o por la más indirecta del castigo ejemplar y fulgurante, pasando por encima, si al caso viniere, de garantías jurídicas, siempre latosas pero imprescindibles en una sociedad democrática, esa insistencia, digo, y ustedes disculpen, no me parece a mí que vaya precisamente en el sentido de una sociedad más libre y madura. Sociedad libre y madura, desde luego superior a cualquier clase de paternalismo o autoritarismo, en la que los potenciales peligros de una mayor permisividad, es decir, de una mayor libertad, deben conjurarse con la educación, la cultura, la conciencia cívica y el ejercicio responsable y autónomo de la propia iniciativa. Y desde luego, también con el peso de la justicia administrada con, rigor y con las garantías que establece la ley.

Parece como si la sensibilidad social se viera sólo estremecida ante el nefando crimen de consentimiento. Hasta el punto de que una persona que comete un acto delictivo o reprobable suele ser aliviada de responsabilidades porque es prácticamente imposible no encontrar a alguien que se lo haya consentido. Pero ¡ay de esa misma persona si ese acto es perpetrado por otro, con tal de que exista la hipotética posibilidad de que haya podido prevenirlo o castigarlo! Será, sin duda, juzgada con más severidad que si fuera ella misma el autor de la fechoría.

Y no se trata, como alguien podría pensar, de eximir a las autoridades, sean éstas las que sean, de sus responsabilidades, que son muchas, pero que son las que son. Yo particularmente, y ustedes disculpen, pienso que una de las más grandes es no contribuir suficientemente, con su ejemplo y su propia conducta, a esa pedagogía de la responsabilidad y de la honradez, que contribuiría a hacer nuestra sociedad más avanzada e inteligente; pero eso es algo que tiene que ver directamente con sus acciones u omisiones y no con las de otros.

Tampoco se trata, como algún otro podría pensar, de predicar la retirada del Estado y sus diversas autoridades en beneficio de una iniciativa privada bienhechora e infalible. Estoy, por el contrario, muy lejos de renunciar a la vieja idea de un Estado corrector de desequilibrios, redistribuidor de riqueza, garante de un mínimo nivel de bienestar general y sancionador también del delito y la conducta antisocial. Se trata, pienso, sencillamente de razonar con sentido común dentro de lo que es una sociedad democrática; de aprender a conducirse y a enjuiciar las conductas de los otros desde una óptica de libertad.

Como tampoco tiene nada que ver el asunto que nos ocupa con la justificación de ciertos comportamientos como inevitables en situaciones extremas de necesidad, imputables, por tanto, al medio social o a las autoridades que permiten la existencia de esas situaciones injustas e inducen esos comportamientos. Resultaría grotesco pensar que defraudadores o violadores, por poner un ejemplo, están movidos por razones de estricta supervivencia y no son, en consecuencia, propiamente responsables de sus actos.

¿Y cuál es la razón de que esto del consentimiento se haya extendido del modo en que lo ha hecho? La verdad es que no sabría contestarme ni contestarles, y ustedes disculpen, con seguridad. Parece, en primer lugar, que resulta más fino, como de más nivel intelectual o político, empezar a analizar un fenómeno sin detenerse en la fatigosa trivialidad de los hechos y las motivaciones concretas, sino saltar inmediatamente a la acción permisiva e insidiosa de leyes y autoridades de todo pelo. Además, una vez hecho esto, no resulta difícil conformarse y concluir el análisis en ese mismo punto, puesto que ya se ha globalizado el problema. Es como una especie de ungüento amarillo para el análisis social que no contiene, en general, una sola idea original y concreta aplicable al fenómeno en, cuestión que ayude a comprenderlo.

Pero mucho me temo que la cosa no quede en eso, que es, a fin de cuentas, bastante superficial. Hay detrás, creo, toda una concepción jesuítica del mundo que parte de la innata predisposición al mal de los humanos, por lo que no tiene mucho sentido preguntarse por qué actúan del modo en que lo hacen ni ponerles ante su responsabilidad personal; únicamente cabe analizar por qué y hasta .dónde se les permite actuar. Las personas defraudan, agreden y delinquen, si se les consiente, con la misma ineluctable determinación con que una piedra cae sobre la superficie de la Tierra por efecto de la fuerza de la gravedad o un ave rapaz busca y captura la presa que le ha de servir de alimento, o con la misma inocencia con que un niño comete travesuras si no hay un adulto cerca que lo impida.

Yo no me resigno, y ustedes disculpen, a vivir en una sociedad infantilizada, en permanente apelación a la mano dura y en la que personas y grupos eluden sus propias responsabilidades mediante el cómodo expediente de recurrir a la intervención de un hermano mayor, que siempre es posible fabricar, como en las discusiones entre chiquillos. Además, lo del hermano mayor recuerda demasiado al Gran Hermano de OrweIl, que, no hay más remedio que reconocerlo, era la eficacia personificada en eso de no consentir. A mí no me hace la menor gracia que nos vayamos convirtiendo en una especie de guardería global, o quizá que en esa aldea global en que se ha convertido el planeta nuestro país elija ser su guardería.

Por cierto, de este artículo no son responsables leyes, autoridades ni directores de periódico por la imperdonable imprudencia de consentir que sea publicado, ni a nadie deben pedírsele responsabilidades porque piense lo que pienso o escriba lo que escribo. Hace mucho tiempo ya que no estoy en edad de guarderías.

Cayetano López es rector de la Universidad Autónoma de Madrid.

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