Milagro
Volví de Etiopía con la descorazonadora idea de que Dios no existe si permite que siete millones de personas mueran de hambre al tiempo que, en el corazón de Addis Abeba, se encuentre uno de los mejores restaurantes italianos del mundo; volví hecha un sinvivir, como quien dice, con ese grave descalabro de la fe que te produce la comprobación cercana de la injusticia, guinda a añadir al pastel de constataciones anteriores y, desde luego, menores a favor de la inexistencia divina, como que las rodillas estén en la parte donde más se tropieza -lo digo siempre- y que los hombres no tengan tres penes.Me estaba maldiciendo a mí misma, abocada al vacío y a la náusea, y al infierno que son algunos de los otros, y me preguntaba por qué demonios tiene que vacilar mi fe, con lo útil que resulta para encogerte de hombros y decir que así es la vida y con lo cómodo que me sería creer, sobre todo porque tengo una tienda de rezos, o sea, una iglesia, justo al lado de mi casa. Pues bien, una vez más, la providencia se me manifestó en el mismísimo avión de regreso, en forma de periódico que daba la noticia de la beatificación de monseñor Escrivá de Balaguer en virtud de un inapelable milagro realizado después de morir -que eso sí tiene mérito, aunque con el precedente del Cid no resulte especialmente original- en la persona de una monjita que estaba fatal.
Es una suerte que, en las circunstancias más desalentadoras, podamos recurrir a esa fuente inagotable de esperanza que es el frente de juventudes del Vaticano. Que el fundador del Opus haya acabado por mostrarse milagroso debe estimular a los ciudadanos, e incluso a los campesinos. No todo está perdido, o, al menos, no todo lo que no merece la pena lo está. Olfateo un tranquilizante tufo a incensarios y sotanas. Vuelven, gracias a Dios.
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