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Entre Kant y Maquiavelo

El estado de la cosa pública, de tan decaído, no invita al optimismo. Menos todavía si se advierte que la dolencia no procede de agentes externos, sino de virus incubados por el propio paciente. Atentado por atentado, mayor gravedad que los que enfilan la vida de algunos ciudadanos revisten los perpetrados contra la salud civil de la ciudadanía entera. Cuando una democracia formal pierde sus formas cada día, lo que resta se asemeja más y más a la farsa. Cuando un Estado de derecho salta sobre el respeto a su propio derecho, sólo queda el Estado desnudo. Y la política, ayuna de toda referencia al cómo y al para qué del ejercicio de la autoridad, viene a parar en culto al poder y en mera técnica de acceder a él y de conservarlo a cualquier precio.Tan mísero político no es tema novedoso en la historia del pensamiento. Al contrario, muchos de sus principales protagonistas contemporáneos se sorprenderían de saber con cuánta previsión y precisión fueron descritos varios siglos atrás. Maquiavelo ha sido tal vez su más fiel retratista; Kant, además de excelente dibujante, su mejor crítico. Las enseñanzas de uno y otro, sin embargo, han corrido distinta suerte. Mientras al florentino la misma condición humana le ha deparado innumerables discípulos entre los políticos de todos los tiempos, el prusiano ha debido contentarse con los filósofos de la política como todo séquito.

Para Maquiavelo, "gobernar no es otra cosa que mantener a los súbditos de modo que ni deban ni puedan perjudicarle". Claro que si el buen Gobierno busca ante todo evitar el perjuicio del gobernante, no será raro que cuantas veces haga falta se vea obligado a causar daño a los gobernados. De modo que es aconsejable al político, príncipe o no, "si se quiere mantener, que aprenda a poder ser no bueno y a usar de esta capacidad en función de la necesidad". Ni le es dado poseer todas las cualidades que el vulgo elogia, ni conveniente, porque más de una pondría en peligro su poder. Que no se preocupe, pues, de caer en la fama de aquellos vicios sin los cuales difícilmente podría salvarlo. A fin de cuentas, virtudes y vicios se transforman en su contrario a la vista de sus resultados: será vicio la virtud que acarrea la ruina del político, y virtud el vicio que garantice su seguridad y bienestar.

Algunas aplicaciones de esta doctrina son bien conocidas, pero no estará de más recordarlas. Y así, desde la innata maldad humana, resulta conducta política más acertada contemporizar con el mal que hacerle frente. En lo tocante a la palabra dada, "no puede, por tanto, un señor prudente -ni debe guardar fidelidad a su palabra cuando tal finalidad se vuelve en contra suya y han desaparecido los motivos que determinaron su promesa (...). Además, jamás faltaron a un príncipe razones legítimas con las que disfrazar la violación de sus promesas". No hay político (sobre todo aquel que, "de pequeños principios, quiere llegar a puestos sublimes") al que le baste con la fuerza para alcanzar sus propósitos. Pero por lo general sí con el fraude, que "resulta menos vituperable cuanto más encubierto". Más allá de inoportunas consideraciones sobre la bondad del asesinato, y a imitación de tantos ejemplos coronados por el éxito, el padre de todos nuestros maquiavelos recomienda no hacer ascos al crimen de Estado. En último término, si el criterio más alto es la utilidad del gobernante, lo único que cuenta son las apariencias: "No es, por tanto, necesario a un príncipe poseer todas las cualidades antes mencionadas, pero es muy necesario que parezca tenerlas (...). Por ejemplo, parecer clemente, leal, humano, íntegro, devoto, y serlo, pero tener el ánimo predispuesto de tal manera que, si es necesario no serlo, puedas y sepas adoptar la cualidad contraria". Como saben las empresas, partidos o Gobiernos de nuestros días, no importan tanto sus defectos cuanto el que sean percibidos; así que reparar la falta no es castigarla en el presente ni desarraigarla en el futuro, sino simplemente cuidar su imagen.

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Pero tan exacta y vigente como esa construcción maquiavélica del político es la denuncia que Kant no duda dos siglos y medio más tarde en dirigirle. A ojos del presunto político práctico -ése "para el que la moral es mera teoría"- cualesquiera planes teóricos se evaporan en meros ideales vacíos e irrealizables. Amparado en el pretexto de una naturaleza humana incapaz del bien, no entenderá por política sino "el arte de utilizar el mecanismo natural para la gobernación de los hombres". Al volver así imposible la mínima mejora de su condición, en realidad ejercen de avispados profetas que contribuyen al cumplimiento de sus propias profecías: "Hay que tomar a los hombres, dicen, como son, y no como los pedantes sin mundo o los soñadores bienintencionados se imaginan que debieran ser. Este como son quiere decir: tal como nosotros lo hemos hecho...". Ya pueden estos políticos ufanarse de conocer a los hombres, que no conocen al hombre, y creen dominar la práctica cuando sólo saben de prácticas. Que nadie les pida reflexionar sobre la legislación misma y su conformidad al derecho; de la Constitución, que ya por ser vigente les parece la mejor, sólo consideran asunto suyo aplicar sus preceptos. Para ellos la política se reduce a un simple problema técnico, y el colmo de la sabiduría política, a la "habilidad para adaptarse a todas las circunstancias".

Puestos a conciliar la política con la moral, la teoría con la práctica, estos políticos moralizantes tan sólo aciertan a forjarse "una moral útil a las conveniencias del hombre de Estado". O, lo que es igual, una simple teoría de la prudencia al servicio del poderoso. El fac et excusa y el sifecisti, nega constituyen sus dos primeras máximas. Y es lo de menos que semejantes reglas -por ser de universal conocimiento- a nadie engañen, con tal que preserven el honor político (o sea, el poder) del gobernante. Pues estos políticos "no se avergüenzan nunca por el juicio de la masa (...), y no es la publicidad de las máximas, sino su fracaso, lo que puede ponerlas en vergüenza... ".

Mas descuide el lector, que no es éste lugar para asestarle el resto de la doctrina kantiana sobre el político moral, el primado del principio de publicidad o la pleitesía que la política verdadera debe rendir a la moral... Por lo demás, puesto que ha pasado ya el tiempo de la filosofía (así lo han decidido nuestros humanistas de ordenador y supermercado), con mayor razón habrá pasado el de filósofos-gobernantes o gobernantes-filósofos. Si con ello sale perdiendo el ciudadano, menos pierde el atareado con la filosofía que el dedicado al Gobierno: no en balde está dicho que "la posesión del poder daña inevitablemente el libre juicio de la razón". Pero lo que aún no está demostrado es que el político deba por fuerza ser deshonesto.

Es de temer que a ciertos poderosos todo esto les traiga al fresco. Esos estadistas que aceptan financiar sus partidos mediante vías emparentadas con las mafiosas, esos parlamentarios autosustraídos a los procedimientos judiciales ordinarios, esos padres de la patria multivotadores, esos gerifaltes amañadores de sufragios, esos políticos dispuestos a aliarse con el diablo a fin de acariciar sillón, esos líderes del abertzalismo desesperado que santifican el asesinato en virtud de un presunto desinterés de los asesinos, esos ex ministros que les replican con su comprensión -cuando no abierta disculpa- del terrorismo de Estado, esos cargos públicos que sólo saben de secretos, esos comisaríos chulescos, jefes olvidadizos y jueces complacientes.... todos ellos han probado con creces haber asimilado las lecciones de Maquiavelo. Está por ver que fueran capaces de entender siquiera las de Kant. ¿Pero acaso no hay que dar esta apuesta definitivamente por perdida?

Aurelio Arteta es profesor de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco.

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