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Eslovenia, con la venia

Xavier Vidal-Folch

Hay una anécdota legendaria sobre el presidente Josep Tarradellas cuando retornó del exilio. Era el verano de 1977, poco después de las primeras elecciones democráticas. El anciano político acababa de fracasar estrepitosamente en una decisiva conversación con el presidente Adolfo Suárez sobre el restablecimiento de la Generalitat: con las manos vacías, casi determinó regresar a Francia. A la salida de Moncloa ofreció a los periodistas, con empaque, una visión completamente irreal: la entrevista había sido un éxito memorable, todo iba sobre ruedas. Rodolfo Martín Villa, que entre candilejas asistió al encuentro, lo relató a Suárez y concluyó: "El viejo zorro nos ha ganado la partida". A las pocas horas se producía una nueva reunión y al poco se restablecía con carácter provisional la Generalitat, y con ella, el autogobierno de Cataluña.Evidentemente, Tarradellas no sólo jugó al farol. Tenía también buenas cartas en la manga. Sobre todo, la amplia movilización del pueblo catalán por su autonomía, acompañada de una particular correlación de fuerzas entre los partidos políticos, que supo jugar a su favor y al de la institución que representaba.

Los sucesos de los Balcanes traen a cuento esta anécdota porque ejemplifica muy plásticamente cómo se comportan los grandes políticos en los momentos de cambio profundo. No basta con una favorable combinatoria de vectores sociales. Se requiere seguridad, audacia, firmeza, astucia -sin que, de todos modos, sea obligatorio disfrazar la realidad- y un gran pragmatismo. Especialmente cuando los problemas que se afrontan se refieren a la forma del Estado. Porque en cuestión de forma de Estado, las formas de actuación son el fondo de la cuestión.

Inevitablemente, la escena internacional tiene siempre una lectura de política interior, una traducción para la política española: son bastantes los que temen un efecto contagio de los sucesos yugoslavos, y unos cuantos los que se darían con un canto en los dientes para que éste se produjera. Unos y otrospueden desengañarse. El efecto será, en todo caso, de menor cuantía. Pero también es inevitable -y sería bastante más fructífera- una lectura de algunos hechos internacionales desde la experiencia propia. Desde ese punto de vista, la anécdota de Tarradellas se convierte en categoría.

Es cierto que los autonomismos y los nacionalismos hispanos difieren notablemente de los balcánicos y de los bálticos. Hay tantas variantes del nacionalismo como países en tensión nacionalista y, por definición, elnacionalismo difícilmente admite un plural homogéneo. De igual modo, hay elementos comunes en ellos, ya bastante estudiados. Importa subrayar ahora uno de éstos: cómo se generan. Todo nacionalismo constituye, al cabo, una particular respuesta política a una frustración histórica. Es la formulación, en positivo, en negativo o en ambos signos a la vez, de un proyecto considerado imposible: la transformación de un Estado, la resistencia a la misma o el encaje de una comunidad concreta en sus estructuras.A diferencia del nacionalismo croata, de connotaciones históricas fascistizantes o simplemente hifierianas, el de Eslovenia no nace de una arraigada tradición autonomista de gran calado. Ha sido la apuesta democrática de los eslovenos la que, al verse coartada por el aparato tardocomunista y centralista serbio la que, operando sobre un sustrato de especificidades lingüísticas, culturales y económicas relevantes, se ha transformado en nacionalismo. Y nacionalismo radical, independentismo.

En Yugoslavia han aparecido antes los separadores que los separatistas. La lista de culpas recientes del centralismo serbio, proyectado políticamente en el monopolio del Estado y de sus instituciones básicas -como el Ejército- es extensa e intensa, hasta la provocación final de negar la pactada rotación en la presidencia de la federación a un político croata (por lo demás, imprudente y temerario), a lo que finalmente ha tenido que avenirse por la presión comunitaria europea.

Simpatizar, por tanto, con la causa eslovena es simpatizar con la causa de la libertad, de la transformación democrática del Estado poscomunista yugoslavo frente a las resistencias dictatoriales y centralistas. Y es también plantearse el reto intelectual de profundizar en hasta qué punto y por qué factores las dictaduras del Este han desnaturalizado palabras y proyectos: ¡qué tiempos aquellos en que Yugoslavia pasaba por ser, al menos, un punto de referencia para las aspiraciones federalistas! El federalismo -que es reparto geográfico del podersin democracia -que es el reparto del poder- se convierte en caricatura nominalista.

Simpatizar con la causa no equivale, de ningún modo, a compartir la consecuencia. Porque siendo indudable que la gran provocación balcánica ha corrido a cargo del centralismo serbio, la cuestión actual estriba en si la reacción eslovena -y no digamos la croata- ha sido la más adecuada. En una interpretación justiciera de la historia, debe exigirse más al más fuerte. Pero en una aproximaciónpragmática, los humillados y ofendidos sólo gozarán de oportunidades para hacer valer eficazmente sus razones si saben actuar con mayor inteligencia, más fina astucia, sangre más fría y habilidad más sutil que la de sus adversarios.

Ésa era la categoría Tarradellas. Ésa era la referencia ejemplarizante que los autonomismos españoles podían haber suscitado ante los movimientos de fronda democrática del Este. ¿Lo han hecho así? Desde luego, el autonomismo esloveno, con su inclinación a plantear los problemas en el terreno más desfavorable, y más peligroso -armar una extensa Defensa Territorial y utilizarla como escudo político-, ha contribuido también a predeterminar la dificultad, y el coste en término de vidas humanas, de las salidas al conflicto.

Los nacionalismos balcánicos, como los bálticos, no son nacionalismos equiparables a los anticolonialismos del Sur subdesarrollado. Al contrario, son nacionalismos del Norte. Se trata de países económicamente desarrollados en relación a su entorno, vinculados a los flujos y a la vecindad de la Comunidad Europea. Exhiben en unos casos una frondosa tradición de identidad propia, y en otros ésta es menos profunda. Dentro de este varlopinto abanico, una varilla es común: todos ellos han renunciado al liderazgo en sus Estados respectivos. Lituanos y eslovenos, a diferencia de piamonteses -en lo políticoy lombardos -en lo económico- apenas han intentado, si lo han hecho, hegemonizar un proceso de modernización de sus respectivos hinterlands, o al menos compartir la dirección del mismo. Verdad es que, pese a su peso económico y cultural, sus dimensiones demográficas y políticas constituían serios handicaps para ello. Pero, ni lo han logrado, como lo lograron desde Turín o Milán, ni lo han intentado una y otra vez, como se ha perseguido con fortuna desigual desde Barcelona. La validez de sus recetas se agota en ellos mismos. De esta forma, el autonomismo, transmutado en nacionalismo xenófobo, radical e intolerante, pierde su posible

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virtualidad universal y se reduce a un espeso localismo difícilmente comprensible, traducible y compartible.

Las naciones desarrolladas están dando un giro en sus posiciones de principio sobre los nacionalismos del Este, alentadas por la inflexión norteamericana y la secreta pasión económico imperial germana -ese gran nacionalismo al que tanto adeudan nuestros discípulos de Sabino Arana y de Enric Prat de la Riba- Facilita el giro el hecho de que, según aseveran sus correligionarios, ni eslovenos ni croatas quieren romper más platos que los suficientes parallegar a la confederación. Pero una cosa es querer, y otra, poder. Porque, en el supuesto de que la idea confederal -ese delgadísimo hilo conductor- se llevara a la práctica con todos los reconocimientos internacionales, ¿cuál sería su virtualidad como proyecto estable, en ausencia de una auténtica voluntad de resolver los asuntos paccionadamente? Las repúblicas yugoslavas están atravesadas por minorías de repúblicas rívales y cruzadas por atávicos odios étnicos. ¿Quién es ciudadano de dónde? La espiral de agravios desatada en los últimos meses no augura nada bueno, ni, desde luego, en condiciones de hegemonismo dictatorial serbio, ni tampoco en situación de libertad sin pacto.

No hay encaje federal o confederal posible sin voluntad de compromiso. Compromiso que puede conciliar a un tiempo la aspiración de libertad de las repúblicas y la urgencia de ofrecer seguridades, tanto para el interior como para el exterior, de un nuevo proyecto común yugoslavo, cada día que pasa más intrincado. Compromiso queconstituye seguramente el único expediente para cohonestar el principio pragmático del respeto a las fronteras, como agudamente lo ha definido en estas páginas Carlo Pelanda, y el derecho democrático al autogobierno. No se trata de postular soluciones eclécticas hipócritamente válidas ante cualquier situación. Se trata de evitar un desequilibrio excesivo entre ambos principios como modo de hacer imposible la prosecución de un enfrentamiento civil de incalculables consecuencias. Al fin y al cabo, la Primera Guerra Mundial empezó en Sarajevo.

La Europa comunitaria puede y debe insistir en argumentaciones de este género. Puede hacer más. Está en sus manos acelerar su propio proceso de unificación: activarse a sí misma como polo de atracción y mostrar una senda insólita en la que la renuncia a la soberanía nacional no implica el olvido de las identidades de los pueblos. El jacobinismo duerme el sueño de los justos tanto, al menos, como la Gironda. Ni siquiera la fuerza de la razón puede imponerse en el Viejo Continente sin apelar a la pedagogía del convencimiento. El genio de Eslovenia sólo podrá desplegarse eficazmente si, sin diluir su pasión, pide la venia.

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